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PABLO Y AGUSTÍN, COMPAÑEROS DE CAMINO 1.— Toma y lee la Palabra del Señor “Portémonos con decencia, como en pleno día. No andemos en borracheras y comilonas, ni en inmoralidades y vicios, ni en discordias y envidias. Al contrario, revestíos del Señor Jesucristo como de una armadura y no busquéis satisfacer los malos deseos de la naturaleza humana” Romanos 13, 13-14 El Papa Benedicto XVI, en la homilía que pronunció en Pavía el 22 de abril de 2007, presentó a san Agustín como el santo que había vivido a lo largo de su vida un empeño constante de conversión, de siempre ajustar sus pasos al camino de Dios. En este itinerario espiritual hacia Dios, un primer texto paulino que mueve su corazón es el que hemos leído de la carta a los Romanos. Después de haber escuchado una voz “como de niño o de niña” que continuamente le repite “toma y lee”, Agustín se da cuenta de que esta voz no es otra cosa que un reclamo de Dios que le invita a tomar en sus manos el códice de las cartas del Apóstol Pablo. Es lo mismo que le había ocurrido antes al padre del monacato, san Antonio. También él había descubierto la voluntad de Dios al escuchar las palabras del evangelio según san Mateo (Mt 19, 21). Así pues, tomando el códice de Pablo en sus manos, Agustín lo abre y lee las primeras palabras que le saltan a los ojos. Son palabras que le traspasan el corazón y le iluminan los ojos del corazón, haciendo que desaparezcan las sombras de la duda. El relato agustiniano no puede ser más emocionante: “Mas he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: "Toma y lee, toma y lee". De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que hallase. Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: “Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme” (Mt 19, 21), se había al punto convertido a ti con tal oráculo. Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Lo tomé, pues; lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, que decía: “No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos” (Rom 13, 13). No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas” (Confesiones 8, 12, 29). Después de esta lectura, san Agustín se decide a abandonar su anterior vida de alejamiento de Dios, a romper con sus indecisiones y a tomar la firme resolución de prepararse para el bautismo, viviendo el resto de su vida con un fuerte propósito de santidad, viviendo en una espiritualidad de conversión continua. Y lo mismo ocurre con Alipio, que estaba allí. También él se acercó y leyó las palabras que seguían en esta misma carta a los Romanos: “Entonces, puesto el dedo o no sé qué cosa de registro, cerré el códice, y con rostro ya tranquilo se lo indiqué a Alipio, quien a su vez me indicó lo que pasaba por él, y que yo ignoraba. Pidió ver lo que yo había leído; se lo mostré, y puso atención en lo que venía a continuación, que yo no conocía. El texto seguía así: “Recibid al débil en la fe” (Rm 14, 1). Esta frase él la tomó para sí y así me lo comunicó. Y fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación, se abrazó con aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres, en las que ya de antiguo distaba tanto de mí” (Conf 8, 12, 30) Todo esto define la búsqueda agustiniana de Dios, que siempre se va a hacer en comunidad, como grupo de hermanos que van buscando a Dios unidos en la caridad, no teniendo más que una sola alma y un solo corazón orientados hacia Dios, y un propósito común de conversión continua. Es una búsqueda interminable, porque se busca a Dios para encontrarlo y, una vez encontrado, seguir luego buscándolo con mayor ardor. El Tolle lege del huerto, iluminado con el texto de la carta de san Pablo a los Romanos, se convierte en uno de los motivos espirituales esenciales de san Agustín, que continuamente tomará entre sus manos la palabra de Dios para descubrir en ella la voluntad de Dios y, a partir de esta lectura, aprender a leer también los acontecimientos del mundo en que vive y los mismos acontecimientos de su vida, como un gran texto en donde se manifiesta el amor y la misericordia de Dios. Sin embargo, para poder hacer este movimiento del tolle lege, es preciso no olvidar el texto paulino: la conversión o abandono del camino del mundo y el pecado nos dan la pauta y la clave de lectura. Es el reto de la conversión continua. A.— Esquema oracional 1. Oración i nicial Señor, pones a nuestra disposición este tiempo para reflexionar sobre la vida y tus dones. Nos das como asesores y ejemplo a nuestro padre san Agustín y a tu apóstol Pablo. Haznos diligentes para aprovechar la ocasión que nos ofreces. Danos inteligencia para comprender tus planes y fortaleza para llevarlos a cabo. De esta forma haremos aprecio de tus dones y mostraremos agradecimiento por los detalles de tu amor. Por Jesucristo, nuestro Señor. 2. Lectura del texto de san Pablo En voz alta. Lectura de la carta de san Pablo a los Romanos. 3. Lectura del texto de san Agustín Es preferible que se haya hecho previamente; si no, puede hacerse ahora en particular, en un tiempo de silencio. 4. Comentarios y aportaciones en comunidad 5. Preces Pidamos, hermanos, la asistencia divina para que nuestra vida particular y comunitaria se enriquezca cada día al contacto con su palabra. —Para que nuestro Padre aumente en todos nosotros el hambre de su Palabra, roguemos al Señor. —Para que cada día lo busquemos con mayor empeño y vigoricemos así nuestra vida comunitaria, roguemos al Señor. —Para que sepamos organizar nuestra rutina diaria dejando siempre un espacio para la lectura de la Biblia, roguemos al Señor. —Para que todos los acontecimientos de nuestra vida los miremos a la luz de la Palabra divina, roguemos al Señor. —Para que no nos reservemos la luz recibida, sino que pongamos especial empeño en compartirla, roguemos al Señor. —Para que la gracia de Dios nos haga vivir en permanente estado de conversión, roguemos al Señor. 6. Oración fi nal Señor, Tú has enriquecido a tu Iglesia con el don de los apóstoles, que nos transmiten tu Palabra; y a nuestra familia agustiniana le has dado por padre y guía a san Agustín. Por todo ello te damos gracias. Ayúdanos a aprender de ellos: que te busquemos en la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, que en ella encontremos a Cristo, tu Palabra viva, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén. B.— Esquema para la reflexión Los pasos 1 al 3 pueden ser los mismos ya indicados. 4. Puntos de reflexión —¿Acostumbro yo a leer diariamente la Sagrada Escritura? ¿Tengo a mano una Biblia, como la tenían Agustín y Alipio? —¿Aprovecho para ello el tiempo de meditación comunitaria? ¿Medito sobre las lecturas de la eucaristía del día? ¿Preparo la homilía del domingo a lo largo de la semana? —¿Recurro a la Escritura en los momentos de dificultad? ¿Confronto mi vida con la Palabra de Dios o las dos realidades van en paralelo? —¿La Biblia es para mí un libro curioso o edificante, o es de verdad la Palabra que Dios me está dirigiendo ahora? —¿Alimento la búsqueda diaria de la voluntad de Dios? ¿En mi oración pido para que Dios me la manifieste? —¿Comparto esa búsqueda con mis hermanos de comunidad? ¿Pongo en común mi itinerario de vida espiritual? ¿Me intereso por el de los demás; pido por ellos? ¿Concibo la vida de comunidad como una búsqueda comunitaria de Dios? Los pasos 5 y 6 pueden ser los mismos ya indicados. C. — Esquema para el coloquio Puede servir el esquema B. ANEXO. Materiales complementarios 1º. Mensaje del Sínodo los O bispos al Pueblo de Dios III. La Casa de Dios: la Iglesia ……………………………………………………………… 9. La tercera columna del edificio espiritual de la Iglesia, la casa de la Palabra, está constituida por las oraciones, entrelazadas - como recordaba san Pablo - por «salmos, himnos, alabanzas espontáneas» (Col 3, 16). Un lugar privilegiado lo ocupa naturalmente la Liturgia de las horas, la oración de la Iglesia por excelencia, destinada a marcar el paso de los días y de los tiempos del año cristiano que ofrece, sobre todo con el Salterio, el alimento espiritual cotidiano del fiel. Junto a ésta y a las celebraciones comunitarias de la Palabra, la tradición ha introducido la práctica de la Lectio divina, lectura orante en el Espíritu Santo, capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente. Ésta se abre con la lectura (lectio) del texto que conduce a preguntarnos sobre el conocimiento auténtico de su contenido práctico: ¿qué dice el texto bíblico en sí? Sigue la meditación (meditatio) en la cual la pregunta es: ¿qué nos dice el texto bíblico? De esta manera se llega a la oración (oratio) que supone otra pregunta: )qué le decimos al Señor como respuesta a su Palabra? Se concluye con la contemplación (contemplatio) durante la cual asumimos como don de Dios la misma mirada para juzgar la realidad y nos preguntamos: ¿qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? Frente al lector orante de la Palabra de Dios se levanta idealmente el perfil de María, la madre del Señor, que «conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19; cf. 2, 51), -como dice el texto original griego- encontrando el vínculo profundo que une eventos, actos y cosas, aparentemente desunidas, con el plan divino. También se puede presentar a los ojos del fiel que lee la Biblia, la actitud de María, hermana de Marta, que se sienta a los pies del Señor a la escucha de su Palabra, no dejando que las agitaciones exteriores le absorban enteramente su alma, y ocupando también el espacio libre de «la parte mejor» que no nos debe abandonar (cf. Lc 10, 38-42). 2º. Agustín, al canzado por la Palabra de Dios El Santo está reconcentrado, no tanto en su tormenta interior, sino en la Palabra de Dios. Es el momento del descubrimiento, cuando estalla la paz en su alma. El gesto de su mano izquierda manifiesta la suspensión de su espíritu, totalmente aplicado a la sensación de plenitud. 3º. Instrucción “El servicio de la autoridad y l a obedienci a” 1. Faciem tuam, Domine, requiram»: Tu rostro buscaré, Señor (Sal 26, 8). Peregrino en busca del sentido de la vida y envuelto en el gran misterio que lo circunda, el hombre busca, a veces de manera inconsciente, el rostro del Señor. «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas» (Sal 24, 4). Nadie podrá quitar nunca del corazón de la persona humana la búsqueda de Aquél de quien la Biblia dice «Él lo es todo» (Si 43, 27), como tampoco la de los caminos para alcanzarlo. La vida consagrada, llamada a hacer visibles en la Iglesia y en el mundo los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente,1 florece en esta búsqueda del rostro del Señor y del camino que a Él conduce (cf. Jn 14,4-6). Una búsqueda que lleva a experimentar la paz -«en su voluntad está nuestra paz»- y que constituye la fatiga de cada día, porque Dios es Dios y no siempre sus caminos y pensamientos son nuestros caminos y nuestros pensamientos (cf. Is 55, 8). De manera que la persona consagrada es testimonio del compromiso, gozoso al tiempo que laborioso, de la búsqueda asidua de la voluntad divina, y por ello elige utilizar todos los medios disponibles que le ayuden a conocerla y la sostengan en llevarla a cabo. Aquí encuentra también su significado la comunidad religiosa, comunión de personas consagradas que hacen profesión de buscar y poner en práctica juntas la voluntad de Dios. Una comunidad de hermanos o hermanas con papeles diversos, pero con un mismo objetivo y una misma pasión. Por esto, mientras en la comunidad todos están llamados a buscar lo que agrada a Dios así como a obedecerle a Él, algunos en concreto son llamados a ejercer, generalmente de forma temporal, el oficio particular de ser signo de unidad y guía en la búsqueda coral y en la realización personal y comunitaria de la voluntad de Dios. Éste es el servicio de la autoridad. 8. En este camino no estamos solos: nos guía el ejemplo de Cristo, el amado en quien el Padre se ha complacido (cf. Mt 3, 17; 17, 5), y Aquél al mismo tiempo que nos ha liberado por su obediencia. Es Él quien inspira nuestra obediencia para que también a través de nosotros se cumpla el plan divino de salvación. En Él todo es escucha y acogida del Padre (cf. Jn 8, 28-29); toda su vida terrena es expresión y continuación de cuanto el Verbo hace desde toda la eternidad: dejarse amar por el Padre, acoger su amor de forma incondicionada, hasta el punto de no hacer nada por sí mismo (cf. Jn 8, 28), sino hacer en todo momento lo que le agrada al Padre. La voluntad del Padre es el alimento que sostiene a Jesús en su obra (Jn 4, 34) y consigue para Él y para nosotros la sobreabundancia de la resurrección, la alegría luminosa de entrar en el corazón mismo de Dios, en la dichosa multitud de sus hijos (cf. Jn 1, 12). Por esta obediencia de Jesús «todos son constituidos justos» (Rm 5, 19). Él la ha vivido incluso cuando le ha presentado un cáliz difícil de beber (cf. Mt 26, 39.42; Lc 22, 42), y se ha hecho «obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8). Es el aspecto dramático de la obediencia del Hijo, envuelta en un misterio que nunca podremos penetrar totalmente, pero que para nosotros es de gran importancia porque nos desvela aún más la naturaleza filial de la obediencia cristiana: solamente el Hijo, que se siente amado por el Padre y le corresponde con todo su ser, puede llegar a este tipo de obediencia radical. A ejemplo de Cristo, el cristiano se define como un ser obediente. La primacía indiscutible del amor en la vida cristiana no puede hacernos olvidar que ese amor ha conseguido un rostro y un nombre en Cristo Jesús y se ha convertido en Obediencia. En consecuencia, la obediencia no es humillación sino verdad sobre la cual se construye y realiza la plenitud del hombre. Por eso el creyente desea cumplir la voluntad del Padre de forma tan intensa que esto se convierte en su aspiración suprema. Igual que Jesús, él quiere vivir de esta voluntad. A imitación de Cristo y aprendiendo de Él, con gesto de suprema libertad y confianza sin condiciones, la persona consagrada ha puesto su voluntad en las manos del Padre para ofrecerle un sacrificio perfecto y agradable (cf. Rm 12, 1). Pero antes aún de ser el modelo de toda obediencia, Cristo es Aquel a quien se dirige toda obediencia cristiana. En efecto, el poner en práctica sus palabras hace efectivo el discipulado (cf. Mt 7, 24) y la observancia de sus mandamientos vuelve concreto el amor hacia Él y atrae el amor del Padre (cf. Jn 14, 21). Él es el centro de la comunidad religiosa como aquél que sirve (Lc 22, 27), pero también como aquél a quien confiesa la propia fe («creéis en Dios; creed también en mi»: Jn 14,1) y presta obediencia, porque sólo en ella se realiza un seguimiento firme y perseverante: «En realidad, es el mismo Señor resucitado, nuevamente presente entre los hermanos y las hermanas reunidos en su nombre, quien indica el camino por recorrer. 4º. Oración a María Para rezar a coro. María, Madre del «sí»: tú has escuchado a Jesús y conoces el timbre de su voz y los latidos de su corazón. Estrella de la mañana: háblanos de Él y cuéntanos cómo es tu camino para seguirle por la senda de la fe. María, que en Nazaret viviste con Jesús: imprime en nuestra vida tus sentimientos, tu docilidad, tu silencio que escucha; y haz florecer la Palabra en opciones de auténtica libertad. (Benedicto XVI)