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El fin de la educación. Ensayo de una filosofía materialista de la educación. Autor: Pablo Huerga Melcón Editorial: Eikasía / Fundación de Investigaciones Marxistas Precio: 21€ Se puede adquirir aquí o escribiéndonos a direccion@fundacionhoracio.org INTRODUCCIÓN 1. Hace cuatro años, el Movimiento por la Escuela Pública realizó en Gijón unas jornadas sobre la situación actual de la educación. Sus organizadores me invitaron a participar con una ponencia sobre la privatización de la enseñanza pública. En gran medida, el presente ensayo fue concebido en aquellas jornadas. Aquel debate hacía necesario afrontar desde un punto de vista filosófico la idea de la educación, buscar una respuesta fundada a la pregunta ¿qué es la educación? Una pregunta que hay que hacer, precisamente por ser filosófica, desde el presente, esto es, en el horizonte de la globalización, en el horizonte de una sociedad industrial avanzada como la nuestra. Como siempre, desde que existe la filosofía, cuando se hace una pregunta de este tipo sobre una idea filosófica, lo que realmente se hace es indagar su destino. Éste es, pues, un ensayo sobre el destino de la educación. Pero el destino de la educación está involucrado en su historia. Para abordar desde la filosofía la idea de educación es de rigor remitirse a lo que efectivamente ha sido la educación. La respuesta que puede ofrecer la filosofía, y concretamente una filosofía de carácter materialista, no podrá alejarse mucho de lo que la propia historia nos dice, y a lo sumo buscará establecer teorías para estructurar y organizar ese océano fenomenológico en el que se realiza la idea de la educación. El enfoque filosófico materialista nos ofrece un saldo de tres teorías integradas, una sobre su esencia, otra sobre su cuerpo, y otra más sobre su curso, estructura y finalidad. El materialismo está involucrado en el ejercicio de la educación desde su origen. La propia educación es materialista. Ese carácter es el que nos ha permitido comprender mejor cómo ha sido la educación a lo largo de la historia, y por qué ha seguido el curso que ha seguido efectivamente. Por otra parte, el enfoque materialista de la educación requiere tomar en consideración también otras ideas filosóficas, tales como la idea de Estado, Individuo, Persona, Historia, y otras más. Con ellas se ha dado forma a nuestra teoría. Su valor filosófico residirá en la capacidad de organización de los fenómenos, frente a otras filosofías posibles. Nada más. No hay nada intrínseco en el enfoque materialista que convierta sus conclusiones en verdades. En todo caso, para otros quedará el determinar si nuestro trabajo es verdaderamente un ensayo materialista. Lo importante no será su “adecuación” al modelo teórico propuesto por la filosofía de Gustavo Bueno, en la que efectivamente me he apoyado, sino si las teorías aquí propuestas tienen algún valor moral y gnoseológico para entender, y en su caso contribuir, al debate sobre lo que debe ser la educación en España en la era de la globalización. 2. Una idea materialista de la educación, por tanto, debe estar sostenida sobre una filosofía materialista de la historia, si bien entendemos que una tal filosofía de la historia no debe ser reduccionista, ni debe pretender apoderarse de leyes o devenires necesarios como destino de la Humanidad. La historia no sigue un curso predeterminado por fuerzas motrices tales como las ideas, el espíritu, o las bases o infraestructuras materiales, sencillamente porque, tal y como propone Gustavo Bueno, partimos de una concepción no dualista de la causalidad en los fenómenos históricos. Esto quiere decir que los acontecimientos, en su papel causal, nunca arrojan resultados deterministas, pues están en confrontación constante con otros actos causales. No hay un progreso general hacia la sociedad universal, pero sí la tendencia a la integración de las diversas partes de la Humanidad, cuando algunas de ellas asumen la “responsabilidad” efectiva de establecer un “orden universal”, momento en el que estas partes se manifiestan como imperios. La historia es, en gran medida, el proceso resultante de la confluencia, e integración, normalmente violenta, de las diversas culturas humanas. Este proceso tiende a involucrar a todas las culturas (seguramente porque unas comprometen a otras), de tal modo que el resultado se presenta como algo irrepetible, único y, en gran medida, indeterminado1. Tomemos la imagen de la cosmogonía atomística de Epicuro. En ella, se parte de que los átomos, antes del mundo, permanecen en un estado de “reposo relativo”, en el que “caen” paralelamente unos entre otros, hasta el momento en el que fortuitamente uno de esos átomos, sin motivo, varía su trayectoria levemente, generando con ello una serie de choques en cadena, un remolino que acaba comprometiendo la trayectoria de todos los átomos y su articulación en una unidad irrepetible. Esa unidad, el cosmos resultante, es única y fortuita, porque esa desviación (llamada ”clinamen”), es pura indeterminación. Pues, así como el cosmos es el resultado de esa desviación fortuita, la historia nace cuando en el devenir paralelo y recurrente de los átomos -las distintas sociedades humanas vistas desde la Antropología-, en su caída infinita, se desencadena el proceso de entrelazamiento irreversible y definitivo de unas culturas con otras. Así es la historia. En ella no cabe introducir leyes deterministas, por más que muchos procesos puedan ser consignados bajo estas leyes. Esta doctrina se opone, por tanto, a consideraciones tales como las del “fin de la historia” -al estilo de Fukujama-, o las del “fin de la prehistoria de la humanidad”, de estirpe marxista. En definitiva, en la Historia es posible predecir acontecimientos particulares, situaciones diversas, trayectorias, pero, desde luego, no “el destino de la Humanidad”. Los individuos, los grupos, los partidos, los imperios, actúan causalmente, pero sus actos entran en conflicto constantemente, y los acontecimientos históricos son resultados objetivos no previamente determinados –o al menos, parcialmente inesperados. Ello significa que los paralelismos históricos que se han querido ver a escala morfológica entre épocas diversas, como quería Spengler, son metáforas de gran valor hermenéutico, desde luego, que hacen referencia, sin embargo, a situaciones radicalmente distintas, pues los agentes históricos operan con distintas estrategias, armas, programas, fines y planes, y el conflicto alcanza actualmente proporciones nunca vislumbradas en el pasado -dicho esto, sin perjuicio de que el análisis de Spengler que entiende la Decadencia de Occidente como la realización en forma de civilización de la Cultura occidental, nos pueda resultar absolutamente necesario en algunos de los planteamientos centrales de este ensayo. Esta concepción materialista pone a los hombres como agentes y pacientes de la historia, y elude la idea de alienación en el sentido metafísico que aun propuso Marx y toda la tradición marxista posterior, que con el tiempo sintonizó inevitablemente con las perspectivas psicoanalíticas2. Pues, los hombres no viven alienados de manera permanente y necesaria, enajenados de sí mismos bajo las circunstancias, de modo tal que pueda decirse que está cancelado para ellos cualquier tipo de acción histórica imprevista (“todo lo real es racional”). Las nebulosas ideológicas envolventes nunca han sido tan férreamente coherentes como para evitar en quien las acepta o las “vive”, un mínimo distanciamiento crítico y, por ello mismo, un cierto grado de complicidad podríamos decirlo así- con su estado. Hay muchas formas de expresar esta idea pero creo que Vasili Grossman lo dice de un modo especialmente significativo, en su impresionante obra Vida y destino (lectura necesaria para todo habitante de la aldea global), cuando reflexiona sobre las razones que llevan a un individuo a entregar su vida al Estado totalitario: “El destino conduce al hombre, pero el hombre lo sigue porque quiere y es libre de no querer seguirlo. El destino guía al hombre, que se convierte en un instrumento de las fuerzas de destrucción, pero cuando eso sucede no pierde nada; al contrario, gana. Éste lo sabe y va allí donde le esperan las ganancias; el terrible destino y el hombre tienen objetivos diversos, pero el camino es uno solo. Quien pronuncie el veredicto no será un juez divino, puro y misericordioso, ni un sabio tribunal supremo que mire por el bien del Estado y la sociedad, ni un hombre santo y justo, sino un ser miserable destruido por el poder del Estado totalitario. Quien pronuncie el veredicto será un hombre que a su vez ha caído, se ha inclinado, ha tenido miedo y se ha sometido. Ese hombre dirá: -¡En este mundo terrible existen los culpables! ¡Tú eres culpable!” En definitiva, los hombres son cómplices de su destino. La alienación del esclavo no le hace totalmente inconsciente de su situación. La alienación del esclavo no le deja incapacitado para poner en marcha en su situación una valoración hasta cierto punto correcta de sus decisiones, y del contexto de posibilidad objetiva que tiene de llevar a cabo sus fines –aunque se trate simplemente de la mera supervivencia. Las mejoras que introdujo Marco Aurelio en el trato a los esclavos romanos fueron recibidas con disgusto por los dueños y con agrado por los esclavos, y respondieron en gran medida a sus propias demandas dentro del marco de su modo de vida4. La alienación no es un estado general del individuo en su clase, en virtud de su tiempo histórico. No es una vida en el error. Nadie vive en el error de manera sistemática; lo que hace que su vida sea aun si cabe más ingrata y desgraciada, pues no se es, en absoluto, inconsciente de ella. El propio Platón fue vendido como esclavo. Vivir de manera alienada significa, en gran medida, vivir ajustando, de modo recurrente, los fines particulares, frente a los planes y programas colectivos en cuyo contexto se vive. El hecho de que un individuo consuma Coca Cola en vez de otro refresco no es fruto de la enajenación por la publicidad. Hay una decisión consciente y hay, por tanto, una responsabilidad, o una complicidad si se quiere, en lo que se hace. De no ser así, no sería cuestión estadística, sino una certeza necesaria y determinista, lo que resultaría de un acto de publicidad y propaganda en la conducta de los individuos. Ahí se esconde el Santo Grial de los publicistas, psicólogos de masas y políticos megalómanos. La capacidad deliberativa de un sujeto está determinada por aquello que le es posible hacer, pero no por ajustar su conducta a esas condiciones hay que considerarle necesariamente inconsciente de sus limitaciones objetivas. Lo cual permite quitarse de encima la dificultad de determinar, como se le planteaba al marxismo, el momento crítico en el que la conciencia alienada sale de su “letargo” para convertirse en “conciencia revolucionaria”. Ese despertar espontáneo no hace más que oscurecer la evidencia de que los fines y los planes individuales se establecen en función del alcance que permite la época, las condiciones materiales, si se quiere; evidencia que ayuda a comprender que determinados cambios en esas condiciones, más que despertar las conciencias, lo que hacen es ampliar los horizontes conforme a los cuales se configuran los fines, los planes y los programas de individuos, grupos o naciones (así también es permitido librarse de esa zumbante caterva de intelectuales que durante centurias se han sentido imprescindibles como “conciencias vigilantes” de una “masa dormida”). 3. El tema de este ensayo se asienta sobre el conflicto fundamental que tiene lugar entre el individuo, constituido por fines particulares, y los planes y programas colectivos en los que aquellos tienen que articularse. Este conflicto atraviesa la historia y adquiere en cada época características peculiares; también ahora, en la era de la globalización. Precisamente una de las tesis de nuestro ensayo es que el conflicto escolar es un caso particular de ese conflicto estructural, histórico, que se produce entre los fines particulares del individuo y los planes generales de la sociedad y de su tiempo histórico. Un conflicto que tiene su razón de ser en el hecho de que la alienación no es absoluta, pues, si lo fuera, estaríamos en el caso en el que los fines particulares quedan absolutamente integrados o sometidos a los programas colectivos de su tiempo. Ahora bien, ¿en qué medida puede afectar la globalización, como fenómeno histórico en marcha, incluso como ideología, a la educación? Es obvio que esta cuestión, si queremos afrontarla desde una perspectiva materialista, no supone solamente un análisis filosófico de la globalización, que está ya hecho en muchos de sus tramos, sino que también requiere afrontar un análisis filosófico de la educación como fenómeno histórico cultural, y de sus estructuras funcionales, escuelas, universidades, colegios, etc. Y este es el planteamiento de nuestro ensayo: afrontar un análisis filosófico materialista de la educación, para, desde él, reconstruir en los términos de la teoría resultante, el problema de la globalización y su papel en la propia educación. No cabe duda de que el parámetro fundamental involucrado en la llamativa confrontación entre la educación y la globalización es el estado. En efecto, las instituciones educativas se dan siempre en el seno de un estado, y están orientadas, en buena medida, a la formación de ciudadanos, con todos los debates filosóficos que esta cuestión ha suscitado desde sus inicios (Sócrates frente a Protágoras). En cambio, la globalización se nos presenta como un fenómeno internacional, que compromete a muchos estados, y tal vez en su intención está la de comprometer a todos los estados del planeta; bien para integrarlos todos en una especie de supraestado, bien para someterlos a todos en un modelo uniformemente distribuido. En términos lógicos, o bien para integrarlos en una totalidad atributiva, o bien para integrarlos en una totalidad distributiva. En el primer caso, la educación dejará de ser nacional, y también la universidad, mientras que en el segundo modelo la educación podrá seguir siendo nacional, aunque, diríamos, perfectamente “homologada”. Cuando Huntington advierte que la globalización no significa “occidentalización”, sino que cada pueblo, por así decir, conserva su propio modelo civilizatorio, que le lleva inexorablemente a formar parte del conflicto entre civilizaciones, estaría situado en la perspectiva distributiva, mientras que si se entiende la globalización como un proceso de integración imperial y de sometimiento a un modelo civilizatorio común, el modo de vida norteamericano, pongamos por caso, o el comunismo soviético, en la medida en que también pretendía extenderse por toda la tierra (Trotski hablaba de la creación de una Unión Soviética de Europa), nos situamos en la perspectiva atributiva. Quienes se oponen a la globalización porque la entienden como una amenaza para la identidad nacional, étnica, religiosa, etc., se situarán más bien en una perspectiva distributiva, como ponen de manifiesto los autores que participaron en la Primera Reunión sobre Educación Superior en Córdoba. “No se puede renunciar al contenido civilizatorio occidental, pero tampoco se puede renunciar a la cultura particular y a las tradiciones propias, etc.”5 Incluso, se propone que el Estado y sus instituciones educativas eviten en lo posible la presión que la globalización ejerce sobre el individuo. El problema es si verdaderamente estamos capacitados para determinar el grado de involucración de la globalización en los estados, si esto es controlable mediante disposiciones ejecutivas, o estrategias políticas; es decir, si es posible la existencia de esas tradiciones particulares en el seno de un modelo civilizatorio como el que constituye la globalización. En efecto, según la filosofía materialista de la historia esbozada más atrás, no cabe duda de que la globalización es un proyecto imperial que, como todos los anteriores, trae consigo un conflicto entre los estados en una época en que muchos de ellos han heredado una estructura fuerte y solvente. Pero, particularmente, este modelo imperial proyecta un tipo de organización social al resto de los países que incluye la adopción de toda una serie de medidas económicas y políticas directamente dirigidas a debilitarlos, por medio de la disolución de los elementos que los vertebran y les otorgan su poder. Uno de estos elementos está constituido por los sistemas nacionales de educación gestados a partir del siglo XIX. Cómo afecta esto a la propia idea de educación es lo que ensayaremos en este trabajo. El plan de la obra es abordar la idea filosófica de la educación, definiendo el núcleo esencial de la idea, el cuerpo y el curso histórico en el que se desenvuelve. Estos elementos arrojarán una luz nueva sobre el problema de la educación tal como está teniendo lugar en la actualidad, remontando, sin desdeñarla, la perspectiva sociológica en la que se suele mantener el debate. RESEÑAS El fin de la educación Reseña de la publicación en la revista Nihil Obstat por José Asina Calvés Este libro del profesor Pablo Huerga constituye análisis lúcido, certero y estimulante de la decadencia de la enseñanza pública, amenazada por una privatización creciente. Apoyandose en una solida formación filosófica (es doctor en filosofía y discípulo de Gustavo Bueno) y en una dilatada experiencia profesional como profesor del IES “Rosario Acuña” de Gijón, Huerga nos decribe el periplo de la historia de la educación pública en Europa, dejando bien claro que no se puede analizar el fenómeno educativo al margen de las condiciones políticas que lo hacen posible. La tesis fundamental del libro es que la educación pública, desde sus orígenes en Grecia, ha ido ligada al Estado. La “superación” del Estado no tare consigo el socialismo, como han supuesto algunos marxistas ingenuos, sino el poder omnipresente de las multinacionales. Los mitos de la “nueva pedagogía” (formación permanente, nuevas tecnología, curriculum abierto) defendidos por gobiernos socialdemócratas que se pretenden de izquierdas, responden únicamente a los intereses de las grandes corporaciones, que quieren trabajadores flexibles y sumisos. Para Huerga, la creciente privatización de lo que queda de la enseñanza pública, es una consecuencia inmediata de la decadencia de los estados provocada por la globalización, y, en caso de España, también por el creciente poder de los nacionalismos periféricos. La Ley de Educación de Cataluña, aprobada recientemente, es una buena prueba de ello. Con una interpretación de la historia de la cultura a partir de las figuras que nos recuerda a Junger, Huerga contrapone la figura que el llama “hombre-masa” (que podría ser El Trabajador de Junger), protagonista de la revolución científico-técnica, de la gestación del estado nacional y de las revoluciones del siglo XX, con la del sujeto consumidor, nacido de la implosión de la clase obrera, protagonista pasivo de la globalización, el mercado pletorico y los mundos virtuales. por Francisco Gil Fuertes [Profesor de Instituto-JCCM Toledo] El fin de la educación. Ensayo de una filosofía materialista de la educación. Edita: Eikasia / Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM). Oviedo. 2009. Parece que la infodemia, que podríamos denominar, “crisis de la educación pública” no esta teniendo, ni siquiera, las secuelas semipositivas asociadas a estos fenómenos massmediáticos, su cara amable; rellenar las librerías –y supermercados- con títulos que reflexionen, más allá de la sentencia judicial, el argumentario partidista, la ecolalia de tertuliano y lascartas-al-director, sobre el conflicto inevitable derivado de la contradicción entre educación pública y globalización. Tras los sucesivos simulacros de acuerdo/desacuerdo escenificados por la Administración y la oposición parlamentaria conservadora, a cuenta de, por ejemplo, los resultados estadísticos -tipo Informe PISA-, leídos siempre como una confirmación del “fracaso de las políticas públicas” en educación, hemos asistido a la reapertura de los debates trampa estilo “calidad” o “fracaso”, “excelencia” o “masificación” –es decir; masa o élite. Es sintomático el tratamiento que los interpretes ideológicos de los diferentes grupos de presión hacen de la “situación”; el profesorado aparece como un colectivo apocalíptico y los gestores políticos como integrados, o viceversa dependiendo de quién los catalogue-, el alumnado es tomado como rehén usando esa lógica pequeñoburguesa de primar “la tradición y el sentido común” por encima de cualquier proyecto pedagógico, etc. Y si no había suficiente con la campaña de criminalización del alumnado y desprestigio del profesorado realizada desde los sectores proprivatización, la Administración se embarca en aventuras curriculares y aumenta el control burocrático de los trabajadores y trabajadoras de la enseñanza. Por otra parte, el espectáculo debordiano de la implantación de una seudo-asignatura como Educación para la ciudadanía y los Derechos Humanos (sic) ha colocado, brevemente, en el escaparate de los medios de comunicación de masas uno de esos temas en los que, casi, cualquiera (véanse al respecto las intensas reflexiones de monseñor Martínez Camino) tiene una opinión predeterminada socialmente: la educación. Tras el clímax mediático y la resaca institucional del pasado curso, aparece El fin de la educación -titulo que parece jugar con las dos vías interpretativas que sugiere y con la referencia al viejo panfleto de Fukuyama. Existen diferentes motivos para celebrar el significado político que tiene la aparición de este volumen en las librerías. La serie de acontecimientos relacionados con la educación, a escala global, que lo preceden; desde los disturbios de diciembre en Grecia a los de Barcelona en marzo, pasando por los de París, México, Buenos Aires, etc., insinúan el nuevo escenario en el que se esta desarrollando el conflicto entre educación y globalización. Una razón añadida para la lectura de este texto es su interés como material para la reflexión rigurosa y sistemática de la problemática latente previa al estallido que, previsiblemente, tendrá lugar en otoño. El acierto de los editores al aprovechar la coyuntura de revolución y/o reforma en la que la educación pública se ha instalado, mundialmente, es innegable. El momento de publicación resulta más apropiado en el caso español dada la perspectiva que presenta el próximo curso: Un curso, 2009/2010, que viene marcado por la mayor reforma del sistema de acceso a la docencia (el sistema de concurso-oposición) del periodo democrático, y que contiene una serie de novedades que incluye la aparición de la obligatoriedad de realizar un master público-privado para la habilitación del futuro profesorado -lo que tendrá importantes repercusiones en nuestro sistema educativo. La importancia del texto aumenta, aún más, cuando la apuesta por esta temática -tan escasamente representada en las editoriales de tendencia crítica y con un catálogo de títulos muy extenso en otras materias igualmente marginales-, corre de parte de una pequeña editorial de recursos limitados y localización periférica como Eikasia. En este contexto, un trabajo de las características de El fin de la educación adquiere una proyección de mayor trascendencia social y significación política. El fin de la educación supone el tercer trabajo largo de Pablo Huerga Melcón y presenta un exhaustivo inventario de los elementos problemáticos que contiene la globalización realmente existente en su relación con los sistemas de educación pública estatales vigentes. Huerga ha realizado un minucioso análisis de arqueología educativa que parte de la filosofía materialista de la historia para trazar este Ensayo de una filosofía materialista de la educación. Con una profunda reconstrucción de la genealogía de la materialización de la idea de educación, desde la época clásica hasta la actual globalización capitalista, Huerga traza el mapa de la cuestión con una precisión poco habitual en este tipo de trabajos. El eje central de esta cartografía del conflicto entre globalización y educación se dibuja sobre la persistente licuación del Estado a la que la globalización esta sometiendo a las sociedades políticas. El resultado final es lo que Huerga piensa en términos de interconexión entre globalización forzosa -y acelerada del capital- y liquidación por inanición de los Estado-nación. Este ensayo no trata, afortunadamente, de si el objetivo de la ideología subterránea de la globalización es privatizar y/o subcontratar (concertar) la red pública educativa, ese fenómeno ya es un hecho -consensuado a diversos niveles con las diferentes Administraciones (véase el paradigmático caso de Madrid y sus variantes nacionalistas)- sino de pensar como se formaliza este cambio sistémico de la tradicional red pública a la educación diferenciada, a esa educación personalizada configurada en función de la renta de cada cliente del sector educacional. En este aspecto, la capacidad de síntesis de Huerga es ejemplificante: “Los nuevos ideales, la nueva ideología, la nebulosa ideológica del consumo empieza a impregnar el sistema educativo en los países más desarrollados. Todos los gobiernos, también el español, aprovechando su legitimidad hegemónica heredada, comienzan a insertar un discurso autoliquidador, que alimenta la noción de sujeto flotante, sujeto consumidor, y que centra la formación del individuo en la capacidad de elección, y en la educación como consumidor responsable. Este es el núcleo del programa europeo de Educación para la ciudadanía que se propuso a todos los países, y que estos han ido integrando en los nuevos sistemas educativos” (pp. 166-167). Probablemente existe un colaboracionismo silencioso, oculto bajo diversas manifestaciones de cinismo, escepticismo o falsa buena conciencia de todos los agentes implicados en esta rápida entrada del sistema educativo en su fase de reconversión productiva. Esta cooperación necesaria, generalizada, en las políticas de desmantelación del sistema educativo público se debe más a una coincidencia puntual de intereses heterogéneos que a una conciencia ideológica. Huerga plantea seriamente la cuestión en los siguientes términos: “Las nebulosas ideológicas envolventes nunca han sido tan férreamente coherentes como para evitar en quien las acepta o las <vive>, un mínimo distanciamiento crítico y, por ello mismo, un cierto grado de <complicidad> -podríamos decirlo así- con su estado”(pp.11) Aunque la cuestión de la cooperación ideológica es epistemológicamente compleja, una problemática en la que intervienen múltiples vectores socioeconómicos, es indiscutible que el simulacro de resistencia a lo que se vislumbra como una cancelación del modelo de enseñanza pública “obligatoria y gratuita”, por parte de los agentes reactivos, no es tanto una defensa del modelo público en-sí, como una toma de posición frente a las potenciales perdidas de autonomía y capacidad de intervención; de competencias. Es decir, las hiperpromocionadas innovaciones educativas y reformas legislativas que permanentemente se presentan como el bálsamo de fierabrás, (reacuérdense las diferentes leyes a las que nos hemos enfrentado en los últimos años) no son más que una negociación permanente entre los diversos actores que gestionan las heterogéneas áreas del sistema educativo. El Estado funciona en esta coreografía como mediación entre los sujetos productores de conocimiento (docentes y alumnado) y el nuevo agente dinamizador de la educación; la empresa. Es obvio que bajo la hegemonía ideológica del neoliberalismo se han ido debilitando los diferentes aspectos sociales del Estado hasta su semi-extinción, en algunos casos (la Europa continental), o su supresión (caso de los países subsidiarios de EE.UU). La devaluación permanente de los servicios públicos del heredado Estado del bienestar, su recorte constante tras el final de la guerra fría, ha llegado, finalmente, a la Educación –en toda su amplitud. El diagnóstico de Huerga es demoledor: “En definitiva, es la propia voluntad de privatización de los servicios públicos, establecida en los programas de globalización actual, la que instrumentalizada todas estas nuevas ideas educativas en caminos y argumentos para la privatización” (pp.157). La globalización es una patología y sus efectos parecen traducir el deseo inconsciente de las élites de subsumir el sistema público bajo la hegemonía del MERCADO. Si durante el período posterior a la segunda guerra mundial (con la “amenaza” soviética en el horizonte de posibilidad) se estableció una especie de cuarentena preventiva entorno a los cimientos estructurales del Estado –Huerga, en línea con Marx (1883), Bourdieu(1964), Willis(1978) y otros, no olvida que el hecho de que la educación se presente como pública no garantiza la real “igualdad de oportunidades” dentro del sistema educativo- que posibilitaba que los discursos más agresivamente antisociales quedasen neutralizados por una fuerte campaña de defensa los bienes comunales orquestada a nivel internacional por la socialdemocracia, temerosa de la potencia social de la izquierda revolucionaria, con el cambio de paradigma que supone el colapso de la URSS y la derivada hegemonía ideológica del neoliberalismo, asistimos a la recuperación del programa anti-Estado propio de las élites decimonónicas dominantes. Cada una de las piezas que componen el sistema público, el sistema de garantías mínimas impulsado por la negociación entre clases en los ciclos de lucha obrera, se esta desmantelando y poniendo a la venta en el MERCADO. La educación, también. En definitiva: La globalización ha puesto al Estado entre paréntesis. Ahora es el momento de pensar las posibles consecuencias de la globalización en la educación: “Y este es el planteamiento de nuestro ensayo; afrontar un análisis filosófico materialista de la educación, para, desde él, reconstruir en los términos de la teoría resultante, el problema de la globalización y su papel en la propia educación” (pp.13).