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REPRESENTACION: EL ARTE DE DECIR MENTIRAS
Carlos Montes Serrano
He titulado mi ponencia “Representación: el arte de decir mentiras”. Es
posible que el título pueda parecer algo extraño; poco ajustado al tema del
congreso: Il Disegno luogo della memoria. Pero si lo piensan bien, sin
memoria no podría haber mentiras.
La memoria, y sus dos facultades, el reconocimiento y el recuerdo, son
las condiciones básicas para la ficción, el engaño y la mentira. Pero también
lo son para el dibujo. Por lo que siempre cabe encontrar un nexo de unión
entre el dibujo, la memoria y nuestra capacidad para decir mentiras.
Hace ya bastantes años, ese gran historiador del arte que fue Johan
Huizinga escribió un maravilloso libro titulado Homo Ludens en el que
defiende la tesis de que “el hombre es un animal que juega”, frente a la ya
clásica idea del Homo Faber, el hombre hacedor; el hombre fabricante de
utensilios y herramientas.
Huizinga demuestra en su libro que la cultura (y, por tanto, el arte) no
sólo presenta una serie de características lúdicas; sino que el juego, el
contexto lúdico, es precisamente lo que ha permitido la emergencia y el
desarrollo de la cultura.
Desconozco la importancia que los historiadores de la cultura han
otorgado a las tesis de Huizinga; pero lo que es cierto es que algunas de sus
ideas nos permiten comprender muchos aspectos del nacimiento y desarrollo
artístico en el seno de las distintas culturas y a lo largo de la historia.
Lógicamente, en mi ponencia no pretendo formular una tesis con la
profundidad del historiador holandés. Pero intentando emular sus ideas, me
atrevería a afirmar que también podríamos definir al hombre como un Homo
Mendax; es decir, como un hombre mentiroso, como un ser capacitado para
decir mentiras. Y que la cultura y el arte se han desarrollado, precisamente,
por esta facultad que tiene el hombre de mentir, y en un contexto gobernado
por todo un conjunto de mentiras y engaños.
Aunque confío en desarrollar mi ponencia en escritos posteriores,
mucho me temo que esta idea no sea muy bien acogida entre los historiadores
de la cultura, los cuales podrían pensar que la cultura no es más que un
conjunto de engaños, y que su trabajo se reduciría a una maravillosa sarta de
mentiras.
En cualquier caso, presumo que un historiador del arte, y más aún, un
estudioso de la representación y del dibujo, está más en condiciones de
entender y de admitir esta hipótesis. Pues al fin y al cabo ¿no es verdad que
una pintura o un dibujo no es más que un simulacro, una ficción, un engaño,
una ilusión?
Esta idea, como todos sabemos, ya fue expuesta por Platón en El Sofista
y en La República, al afirmar que arte de la representación no era otra cosa
que una mentira, un engaño, un hechizo, basado en las facultades más bajas
del alma. De ahí que Platón considerase el arte como algo perjudicial y
dañino, que se debería erradicar de su República ideal.
La coincidencia con Platón, como podrán comprender, tiene su
importancia. Aunque es obvio que ninguno de los aquí presentes podamos
admitir sus conclusiones (entre otras cosas, porque peligraría nuestro trabajo y
modus vivendi).
Es más, contradiciendo las opiniones de Platón, me atrevo a afirmar que
el encanto y el placer que nos otorga el arte reside precisamente en su carácter
de mentira, de engaño; y que cuando el arte evita este componente engañoso o
ficticio, se desliza hacia manifestaciones carentes de interés y atractivo.
Permítanme que me detenga en una observación basada en mi idioma.
En el español existen dos palabras que nos ayudan a comprender mi
afirmación. Se trata de las palabras desilusión y desengaño.
¡Qué gran desengaño!, decimos en mi país cuando nos damos cuenta
que habíamos sido engañados y, de repente, descubrimos la verdad.
Pero, con todo, y pese al descubrimiento de la verdad, la manifestación
de desengaño no conduce a la alegría; sino más bien a la tristeza. Porque
aquel engaño encerraba algo de bienestar y de alegría.
Al igual que en la vida, sucede en el arte. ¡Qué desilusión! decimos en
mi país al descubrir la verdadera realidad de las cosas. Indicando,
inconscientemente, que en la ilusión, en el engaño, o en la mentira, reside, en
muchas ocasiones, la belleza, el placer, y la alegría del arte.
Pero, como les decía, en mi ponencia apenas he podido apuntar algo
más que una serie de ideas y sugerencias, expuestas a partir de algunos relatos
y anécdotas, con los que pretendo mostrar esta íntima relación entre la
capacidad para decir mentiras, la memoria y el dibujo.
Anécdotas y relatos tomadas de algunos grandes pensadores de la
cultura y el arte, como C. S. Lewis, Karl Popper, y mi maestro, el profesor
Ernst Gombrich.
Como es lógico, no puedo entretenerme ahora en la tediosa tarea de leer
en español mi comunicación. Para ello ya disponen ustedes del volumen de
Actas, donde ha quedado recogida.
Me contentaré, tan sólo, en contarles, de forma resumida, una de estas
anécdotas, que nos habla del carácter de ficción de toda representación y del
importante papel que juega el recuerdo y la memoria en el reconocimiento e
interpretación de cualquier dibujo.
Encontré este relato –casi diría, un cuento, o una fábula– en un viejo
libro escrito en los años cincuenta por C. S. Lewis, el célebre profesor de la
Universidad de Oxford, recordado recientemente a través de ese espléndido
film titulado Shadowlands .
El profesor Lewis escribió este cuento para ilustrar, en una de sus
múltiples conferencias, un razonamiento algo complejo. Créanme si les digo
que Lewis no se ocupaba, en su conferencia, ni del dibujo, ni de la memoria.
Trataba nada menos que de la Eucaristía. Pero, como verán, esta historia no
puede menos que llamar la atención de cualquier estudioso del dibujo.
Nuestra fábula trata de una desgraciada mujer que, estando embarazada,
fue encerrada en una mazmorra. Allí dio a luz a un hijo que comenzó a crecer
en aquel triste lugar, sin otro contacto exterior que con las paredes y el suelo
de la celda. Ya que el único ventanuco que iluminaba la mazmorra se
encontraba inaccesible en lo alto; por lo que aquella mujer y su hijo no podían
divisar paisaje alguno.
Aquella mujer –sigue narrando el profesor Lewis– era artista, y se le
permitió llevar consigo unos cuadernos de dibujo y unos lápices. A medida
que el niño crecía, la madre se afanaba en explicarle cómo era la realidad
exterior –los campos, las ciudades, los ríos, las montañas, las olas sobre la
playa– por medio de sus cuidados dibujos. El hijo, atento, procuraba hacerse
una idea de cuanto le decía y dibujaba su madre.
Pero un día, el niño le hizo un comentario que la hizo vacilar, y pensar
que su hijo podía haber ido ir creciendo con una concepción bastante errónea
de todo lo que ella le explicaba.
“¿No creerás –le preguntó la madre entrecortadamente–, que el mundo
real está formado por líneas dibujadas a lápiz?”. A lo que contestó su hijo con
sorpresa: “¡Cómo!, ¿Es que no hay trazos de lápiz?”; mientras que su entera
noción del mundo exterior, hasta entonces débilmente imaginada, se tornaba
en un inmenso vacío, ya que las líneas y trazos del lápiz, único medio que le
permitían imaginarlo, habían sido suprimidas de él.
Así termina la fábula del profesor Lewis, que, como toda fábula,
encierra importantes lecciones que, en nuestro caso, podemos aplicar al arte
del dibujo.
En primer lugar, su historia, con su desenlace, nos permite comprender
algo que a veces olvidamos: que un dibujo, como toda representación, no es
más que una ficción, una ilusión, un simulacro, una mentira. Que un dibujo no
es otra cosa que un conjunto de trazos, líneas y borrosidades; pero, eso sí,
con la capacidad de simular algo real.
El hecho de que podamos definir a un dibujo como una ficción, una
mentira, un engaño, una ilusión, o un simulacro, tiene su importancia. Ya que
de ello podemos extraer una importante paradoja enunciada por el profesor
Ernst Gombrich: que un dibujo se parece a la realidad, aunque la realidad
nunca se parece a un dibujo.
Si se fijan en esta paradoja, que resume perfectamente nuestra fábula,
comprenderán que la equivocación se encuentra en la utilización de la palabra
“parecido”. Ya que, hablando con precisión, no caben parecidos entre la
realidad y un dibujo; ya que la percepción de la realidad difiere
completamente de la percepción de un dibujo.
Mientras que al contemplar la realidad, habitualmente, reconocemos lo
que vemos de forma inmediata, al interpretar un dibujo, el observador debe
recurrir siempre a su memoria; al recuerdo de objetos del mundo real alguna
vez contemplados o conocidos, para poder así reconocer en el conjunto de
trazos, líneas y manchas realizadas por el dibujante, los objetos evocados
sobre el papel.
Todo esto nos permite comprender por qué es imposible que esa
desdichada mujer pudiera dar a entender a su hijo cómo son las cosas a partir
de sus dibujos. Ya que su hijo, para poder interpretar estos dibujos, debería
haber conocido previamente cómo son las cosas que su madre le dibujaba.
Es imposible que ese niño entendiera, a partir de esos dibujos, cómo
son los árboles, las montañas, el mar o las ciudades; ya que carecería de la
capacidad de imaginarlos o de reconocerlos a partir de su memoria, o
mediante la asimilación imaginativa a partir del recuerdo de objetos análogos.
En nuestro arte, todo depende de la memoria, y de sus dos facultades: el
reconocimiento y el recuerdo. En consecuencia, y dado que toda
representación no es más que una ficción –un engaño, una mentira–, me
atrevería a contradecir la solemne sentencia de los autores clásicos,
afirmando que “el arte no es una forma de conocimiento, sino un modo de
recordar”.
Permítanme concluir con una imagen. Se trata de una pintura de
Francesco Caroto que descubrí el pasado año en el Museo Castelvecchio de
Verona. Pienso que este cuadro es toda una lección sobre el concepto de
representación, y que resume algunas de las ideas de mi ponencia.
Se trata de un cuadro realmente simpático. Vemos un niño pelirrojo, de
boca grande, ojos saltones, y aspecto alegre; en sus manos sostiene una hoja
de papel en la que ha dibujado con unos cuantos rasgos la figura de un
hombre. Pero, a mi entender, lo que más llama la atención en este cudro, es la
ilusión con el que el niño nos enseña su dibujo.
Evidentemente, el dibujo realizado por el niño no es un buen retrato; se
trata más bien del típico dibujo infantil en el que el parecido es más bien
inexistente. No obstante, y pese a ser una representación engañosa y falsa de
un hombre, un mal simulacro, todos reconocemos –gracias a nuestra memoria,
y no al parecido– que se trata del dibujo de una figura humana.
Si el torpe dibujo infantil tanto le complace al joven artista, no es por su
parecido, sino por la ilusión puesta en su dibujo. ¡Qué fácil resultaría
desilusionar a un niño que, como éste, nos enseñara uno de sus dibujos!
Nos bastaría indicarle que se trata de un mal dibujo, que no se parece en
nada a un hombre real, para destruir su mundo de ficción e ilusión en el que
un torpe garabato puede servir para representar un hombre. El adulto que así
actuase se olvidaría que la ilusión y la alegría siempre viene acompañada de
la ficción y el engaño.