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1 El rigor filosófico en las prácticas de aula. Mauricio Langon, IPES, Uruguay. Voy a contar un aspecto de una investigación. En el marco de las investigaciones que venimos haciendo con Marisa Berttolini e Isabel González, pensando tensiones desde las prácticas filosóficas de aula, proponiendo que la didáctica de la filosofía es en sí misma filosófica, nos preguntamos por el rigor filosófico específicamente en el aula. 1. ¿Hay un rigor filosófico en las prácticas de aula? ¿Hasta qué punto? Rigor, ¿en qué sentido? Para poderlo pensar trabajamos algunos de los sentidos de las palabras rigor, riguroso, rigurosidad, en rigor… ¿En qué sentido puede haber rigor, como “propiedad, precisión”, en lo filosófico? ¿En qué sentido el aula de filosofía es, puede o debe ser rigurosa, en tanto “exacta, precisa, minuciosa”? ¿En qué sentido un aula puede ser en rigor, filosófica; es decir, en qué sentido puede ser “en realidad, estrictamente,” filosófica? ¿En qué sentido puede ser rigurosa como “sin concesiones, sin dejar nada por examinar”? Esta selección de aquello que resuena en la palabra rigor para preguntarnos si puede haber un rigor filosófico excluye, como no filosóficas, otras connotaciones que aparecen desde su rígida etimología que alude a “frío, helada, escarcha” y, figuradamente, a inflexibilidad, dureza, excesiva severidad. También desde su génesis asoma lo rudo, grosero, áspero, acre; estrecho, austero, cruel; duro de soportar; y hasta designa el “último término a que pueden llevar las cosas”. Otros usos que también habrá que dejar de lado, vinculan rigor con la “exactitud en un relato o historia”.1 De esos rigores se sigue el rigorismo como “aplicación rigurosa de normas” y como “formalismo”. Estos tensos parentescos del rigor nos dejan, por cierto, rígidos. Fríos, como esos que se dan en “el origen de ciertas calenturas”… filosóficas, quizás. 2. ¿Cómo juegan el rigor y lo filosófico en el imaginario docente? Trabajando en nuestra investigación con algunos profesores intentamos ver qué tanto y cómo pesa en sus discursos la exigencia de rigor. Advertimos una fuerte tensión entre mandatos que se suelen vivir como contradictorios aunque no lo sean: Por un lado, el XVIII Jornadas sobre la Enseñanza de la Filosofía. Coloquio Internacional. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 12-14 de mayo de 2011 Las “introducciones” del Banquete y el Parménides platónicos arrojan rigurosamente dudas sobre las pretensiones de exactitud en un relato; o muestran su filosóficamente rigurosa inexactitud. 1 2 imperativo de construir el aula como un espacio filosófico, como ese lugar donde sigue habitando la filosofía y viviendo el filosofar como nos dice Alejandro Ranovsky; y, por otro lado, la demanda de rigor. Éste, en general, no aparece claramente definido, pero se liga intrínsecamente a aspectos tales como la precisión técnico conceptual, la circulación en el aula de la historia de la filosofía en sus textos fuentes, el trabajo sistemático, el esfuerzo intelectual doloroso y sufrido. En esos sentidos es que hay una tensión entre ser riguroso y tener un aula viva.2 Algunos profesores ostentan con orgullo su rigurosidad, casi como una defensa, casi como encontrando en ella un refugio seguro contra los imprevisibles avatares y desafíos de la vida y de la muerte, de la realidad, del peligroso pensar con cabeza propia, del sacudidor diálogo con lo(s) otro(s): mejor que no circulen en el aula asombros, dudas ni angustias; que no tengan lugar en ella, ni en los estudiantes, ni en mi mente. Otros, en cambio, quizás los más fermentales, temen no ser suficientemente rigurosos, y viven esto con cierta culpa. Respecto a una clase que valoran como muy valiosa por su vitalidad dicen: “Pasaron muchas cosas”; y se preguntan: “Pero ¿fue rigurosa esa clase?” Buscarán que la próxima lo sea, aun a costa de su fermentalidad. Actúan oscilando entre consignas que entienden legítimas pero que, con angustia, sienten incompatibles. El rigor se les manifiesta como obligación y como carga externas al ritmo del curso y de la clase. Hay quienes llegan a ver al rigor como “enemigo del pensamiento”. Si soy riguroso, parece, no permito ni me permito filosofar. El rigor inhibe el libre movimiento del pensar de unos y otros, de unos a otros. Por esa vía se llega a una formulación que invierte la kantiana: “es posible aprender (y enseñar) filosofía, pero no es posible aprender (ni enseñar) a filosofar”. En el extremo, siguiendo esta línea, la filosofía podría llegar a ser vista como un corpus inanimado pasible de ser dado y recibido (¿o vendido y comprado?, ¿o atesorado y custodiado?3), y el filosofar, como un don, una misteriosa gracia. Pero no es eso lo que emerge de los discursos de los profesores. Más bien es que –en su experiencia personal como alumnos- no es en el aula donde aprendieron a filosofar.4 Dicen: el filosofar es autodidacta; a filosofar aprendo solo; a filosofar aprendí leyendo, peleándome en mi casa o en la biblioteca con los textos de los filósofos; a filosofar aprendo discutiendo con otros (no necesaria ni privilegiadamente con los profesores); y, sobre todo, a filosofar aprendo en el aula con y de mis alumnos. 3. Cuando los profesores actuales, en su experiencia como alumnos, identifican a algún profesor como riguroso, lo hacen por ciertas características de su modalidad al enseñar Tras todo “rigor”, asoma el rigor mortis. “Chiens de garde”, decía Nizan; “dragones” –decía Savater-; y los estudiantes de filosofía: “alevinos de dragón”. 4 Hay cierta “falsa oposición” entre filosofar (es decir, hacer filosofía) y filosofía (el producto del hacer filosofía de los filósofos). Discepolín no emplea esa oposición cuando dice que en el Cafetín de Buenos Aires “Yo aprendí filosofía”. Como que todo eso que se aprende leyendo, peleando, discutiendo, enseñando, escuchando … y escribiendo, es filosofía. Como que no fue el aula, para esos alumnos que hoy son profesores, su “cafetín”. 2 3 3 filosofía. Se es o no riguroso según cómo se enseñe filosofía, no según cómo se investigue, según cómo se produzca o según cómo se filosofe. Las características que harían a un docente riguroso, se refieren tanto a contenidos como a métodos. Pero parecería que, primariamente, el concepto se aplica en referencia a modalidades personales. Hasta del trato dado a los estudiantes. Así la rigurosidad se atribuye al enseñante de filosofía que es rígido, duro, exigente. Pero también se identifica como riguroso al profesor que es generoso, que te abre su casa, que te introduce a la lectura de textos en su biblioteca, que te presta libros… De modo que el rigor no es algo relativo al enseñante exclusivamente por sus características personales, ni por ser recio o amable con sus alumnos. ¿Son sólo aplicaciones distintas de la palabra rigor, atribuida con diferentes criterios estudiantiles a por profesores de modalidades casi opuestas? ¿O tienen algo en común esos docentes considerados rigurosos? Parece que hay coincidencia en considerar a un profesor riguroso en tanto muestra los escritos consagrados como “de filosofía”, aportando al hacerlo modos de lectura que permiten desentrañarlos y darles valor. En este sentido, el rigor en la enseñanza de la filosofía aparece ligado a un enseñar a leer: a despertar el interés por determinado tipo de textos, transmitiendo las formas canónicas de leerlos que permiten gustarlos, entenderlos, apreciarlos; que habilitan a desarrollar y entrenar ciertos hábitos y capacidades filosóficas. Quizás el rigor está en formar lectores de filosofía, más que en los caminos a que se recurre para hacerlo. Es posible advertir entonces, al escuchar los relatos sobre los profesores más inflexibles o severos, los duraderos efectos ambivalentes que producen en distintos alumnos o en el mismo estudiante: seducción y rechazo. No dejan lugar para la indiferencia o la apatía, particularmente en quienes están estudiando filosofía. No es imposible, sin embargo, que este tipo de docencia pueda generar o profundizar estados de frustración, desinterés o abulia en ciertos estudiantes secundarios, como en el caso que trabajó Marisa Berttolini en estas mismas Jornadas. El efecto es ambivalente por cuanto esta forma de enseñar, por un lado, es un estímulo, un acicate: el rigor de ese profesor me exige leer más y mejor, me lleva a pensar más a fondo en vez de decir lo primero que se me ocurra, hasta internalizar esas exigencias como vergüenza propia; pero por otro lado, eso mismo puede producir inhibición, desestimular; puede ser vivido como una traba, generar rencor, resentimiento, disminución de la propia estima. Estos profesores, en fin, podrían ser vistos de modo casi caricatural, por algunos como modelo y por otros como antimodelo; pero los ambiguos efectos indicados exigen una mirada más compleja, más problematizadora que, con constancia, los vuelva enigma a ser pensado. Me pregunto, entonces, sobre el efecto de esos relatos en auditorios docentes. En un coloquio reciente, reflexionando sobre otros textos de la misma profesora que era o quería ser rigurosa, un colega decía que ella termina por no enseñarle a nadie filosofía: a algunos porque no los va a mover nunca de su indiferencia narcisista; a otros porque, en la riqueza de estímulos recibida en su medio, siempre despreciará la filosofía o creerá poseerla ya; a otros porque, en la pobreza que acosa su vida diariamente, no les queda lugar para ponerse a filosofar, o no hay siquiera un puente lingüístico que permita poner a su alcance la filosofía en sus dimensiones más profundas. Pero quizás lo que hacemos sea depositar en esa profesora, como antimodelo o como chivo emisario, una tensión 4 con la que cada uno de nosotros tiene que lidiar cotidianamente en las aulas; quizás encarnamos en ella nuestros demonios para exorcizarlos. Por eso me pareció del caso decir entonces y reiterar ahora que esa profesora todos los días está buscando métodos, intentando nuevos recursos que le permitan llegar a sus alumnos, ponerlos en movimiento, entusiasmarlos, incitarlos, no inhibirlos. Después, cuando reiterados intentos no logran el éxito buscado, como no lo aguanta, se refugia responsabilizándolos por su aprendizaje. Pero al día siguiente, volverá a asumir su propia responsabilidad de enseñar: probará de nuevo, les brindará otra vez filosofía, los invitará de vuelta a filosofar. Porque, en estas situaciones problemáticas con los estudiantes, todos nuestros recursos quedan ellos mismos problematizados, puestos en tela de juicio, sacudidos hasta su raíz, frente al impacto que representan para nosotros, profes(ad)ores de filosofía, las múltiples formas de resistencia que suelen oponer los jóvenes a los shocks filosóficos con que queremos “poner sus almas en movimiento”. Y este impacto obliga a repensar nuestra enseñanza, a salir del refugio seguro donde repito mi discurso, aunque sea el más liberador del mundo. Es decir, me pone a filosofar, me pone a mí mismo en shock filosófico, me pone en movimiento. Quizás condición para llevar a filosofar a otros, para poder acercarles, la filo-sofía, un amor que no es la posesión inocua de un saber, claro. Los docentes con los que trabajamos, ponen lo filosófico del rigor no tanto en el docente, sino en la relación docente-alumno, que podrá ser lograda o no, pero que constituye un problema de relación. No es una característica del profesor ser riguroso o no, o de una clase que salga rigurosamente filosófica o no, sino del tipo de relaciones que se fueron abriendo curso, que tuvieron curso, en el transcurso del curso de filosofía. ¿Relación docente-alumnos? Sí. Pero diría mejor, relaciones de aula, o vida de aula, que tuvo lugar ahí, en ese espacio donde circularon, cursaron, se cruzaron todas esas biografías en distintos momentos de sus vidas, todas esas culturas intra y extra escolares, todas esas historias, todos esos pensamientos, todos esos filósofos, todas esas experiencias, todos esos contextos presentes, en ese condensado centro de intensidad de pocas horas semanales, en pocos años curriculares, pero que contienen mucho, donde pasa mucho. O donde no entra nada, no sale nada y no pasa nada, salvo el tiempo liso de mónadas que transitan sin tocarse en un espacio vacío. (Aunque intente llenarlo con cascarilla, con huecas palabras que repiten contenidos de obras filosóficas) 4. Y para los estudiantes, ¿qué sería un aula rigurosamente filosófica? Ahí trabajamos con escasa base empírica, recabada en condiciones limitadas, lo que no habilita a sacar conclusiones sólidas. De modo que más que nada lo que podemos hacer en este momento es simplemente sugerir que es importante preguntar a los estudiantes cómo ven el aula de filosofía, y observarlos en ella. Dentro de estos límites, lo que reconocen al aula de filosofía (o le piden cuando no lo tiene) es a) que los ayude en su desarrollo personal (que les permita trabajar el sentido de su vida, que estimule su creatividad y su crecimiento); b) que sostenga su motivación y les de apertura (se valora la duda, la apertura a otros modos de sentir y apreciar, a perspectivas diversas); c) que les enseñe, no tanto conocimientos sino a conocer (a cuestionar los saberes recibidos, a integrarlos y relacionarlos, a salir de la mera acumulación de conocimientos ya sedimentados). Y piden características al espacio del 5 aula filosófica: que sea abierto; que sea tranquilo; que sea libre, que se pueda hablar con sinceridad, sin vergüenza; que se pueda escuchar… Sobre esas bases valoran el diálogo, la discusión en clase, el debate. Los alumnos, parece, ponen el acento en el ritmo propio de la clase de filosofía, que lo ven como diferente de las clases de las otras materias, a las no necesariamente se les pide eso. Pero ahí, como plantea Ranovsky, se da una fuerte tensión: que las otras clases debieran ser también filosóficas, que una clase de filosofía puede resultar antifilosófica. Justo cuando llegamos a entrever la especificidad de lo filosófico nos encontramos con que el aula de filosofía no es rigurosamente filosófica si no contamina también a las demás. Cuestiones que relacionamos con el concepto de función filosófica que se cumple (o no) en el aula específica de filosofía, y que se puede cumplir (o no) en las demás aulas y, en general, en todo lo que pasa dentro (con los contenidos) de los espacios educativos. 5. Con estas bases intentamos una caracterización del rigor filosófico en el aula. Después de darle varias vueltas, habría que decir que la característica propia de lo filosófico en la enseñanza es su anormalidad. Es decir, su resistencia a seguir normas, a dejarse encuadrar en lo ordinario, en la mera rutina, a caer en formalismos, rigorismos. Siguiendo sugerencias fecundas de trabajos de Alejandro Ranovsky5 apuntamos algunos rasgos del rigor filosófico en el aula:6 a. La fermentalidad7 de lo filosófico. Un aula no sería rigurosamente filosófica si no fuera fermental.8 Usamos ese término para que el rigor filosófico no pueda ser 5 Además de propuestas propias, nos apropiamos (y por tanto, deformamos) en lo que sigue, nociones que presentara Ranovsky, A., principalmente en: “La definición de un criterio de rigor propio de la filosofía como requisito para su enseñanza”, en Cerletti, A. (comp.), La enseñanza de la filosofía en perspectiva. Buenos Aires, Eudeba, 2009. Obviamente, no consideramos aquí las ideas del libro que presentó en esta Mesa: Filosofía del Filósofo docente. Chilavert (Buenos Aires), Colisión Libros, 2011, principalmente en los puntos 42 y 43, p. 58-63. 6 Algunos apenas esbozados, otros más desarrollados, varios que se solapan o se superponen parcialmente. 7 Carlos Vaz Ferreira inventa, a partir de la idea de fermento el título de su libro Fermentario (1938) (O. C. T. X, Montevideo, Cámara de Representantes, 1957), metáfora que –al menos en Uruguay y entre los profesores de filosofía- se entiende perfectamente sin más aclaración. Bajo ese título Vaz Ferreira sostiene la legitimidad de publicar trabajos inconclusos, dubitativos, abiertos, y no sólo “algo concluido”. “Y no necesidad de esperar, para comunicar un pensamiento, a que hayamos podido pensarlo todo. (…) Digo no necesidad: que madure todo lo que pueda madurar; pero que no sea forzoso reservarlo entre tanto. (…) Y no morirse con tantas cosas adentro. (…) También ahí iría, expresado en lo posible, el psiqueo antes de la cristalización: más amorfo, pero más plástico y vivo y fermental” (VF, 1957, X, 17). Empezó a publicar con este estilo en enero de 1908, y “en varias épocas he procurado continuar con aquella publicación. Pero la vida no me dejó (…)Y después, todavía, en el ejercicio de la enseñanza, y en los cargos públicos que en ella desempeñé, todas mis aspiraciones intelectuales fueron dominadas, y, para lo especulativo casi esterilizadas, por el fervor de educar, de hacer bien y de impedir mal.”(p.2223) No deja de ser sugestiva la fuerte tensión entre la aspiración “intelectual” por un lado, y la educativa, ética, política –la vida- por otro, en el maestro de las falsas oposiciones y las cuestiones de grado que enseña a vacilar para entrar a puerto; en alguien cuya obra filosófica se desarrolló, básicamente, en la forma oral de conferencias, desde la cátedra. La aplicación que de hecho estamos haciendo de la fermentalidad a la educación filosófica es, quizás, más vazferreireana que Vaz Ferreira… O simplemente una aplicación explícita a las clases de lo que criticaba este autor en “Un libro futuro” (1908), diciendo que “parece imposible que a los autores de aquel tiempo no se les ocurriera” que “un libro de los de 6 normativizado, definitivamente definido; para que permanezca en estado fermental, y pueda cumplir su función filosófica.9 La fermentalidad del rigor filosófico habría que exigirla tanto (a) de obras, libros para que pueda llamárselos, en rigor, filosóficos-; como (b) de las interpretaciones (recepción, lectura o diálogo) con esas obras – de modo que también ellos puedan llamarse, no menos rigurosamente, filosóficos-; como (c) del filosofar, del trabajo de creación filosófica (en el que uno sufre como en trabajo de parto, sin saber si aborta, y vaya uno a saber qué pare después; todo ese trabajo vivo que puede verse en arte en los numerosísimos esbozos que en pocos días hace Picasso antes de pintar el único Guernika, y que con gran sabiduría fermental se exponen junto con la obra).10 Y, específicamente, esa fermentalidad de lo filosófico debería exigirse, además (d) del aula. Un aula es rigurosamente filosófica en la medida en que sea fermental. Del mismo modo y en el mismo sentido, que lo es la obra escrita, la lectura y el trabajo cotidiano del filósofo. Pero es ahí, en el aula –como también en otros espacios públicos, que en ellos puede y debe habitar rigurosamente la filosofía- donde lo filosófico se manifiesta en toda su intensidad en dos elementos fundamentales que tienen que ver con lo individual y con el diálogo. Pues es cuando lo filosófico inficiona el aula y los espacios públicos, cuando a la escritura y a la lectura (diálogos que pueden desplegarse en el interior del filósofo y de la filosofía, entre filósofos) se suman (o se recuperan) la oralidad (escucha, habla), la gestualidad, la virtualidad, en imprevisibles diálogos entre todos; entre ilimitados interlocutores: incluso no-adultos, no-filósofos, no-occidentales, no-varones, nolibres, no-poderosos… Se recuperan, digo, pensando en las amputaciones, limitaciones y deformaciones de lo filosófico a que suele llevar la transferencia al campo de la filosofía de rígidos criterios normativos y de poder -en rigor, entonces, esto es: una sistematización conceptual cerrada, con una tesis inconmovible, argumentos ordenados como teoremas, un rigor de consecuencia y una convicción que parodiaban artificialmente el pensamiento ideal de un ser superior que jamás ignorara, dudara o se confundiera o se contradijera, era un producto completamente falso y ficticio” (OC., X, 125). 8 Ahora que lo veo escrito, esta fórmula me parece demasiado antivazferreireana. En autor en que nos basamos es particularmente cuidadoso en evitar formulaciones extremas; y además vuelve una y otra vez a matizarlas; trabajo que ya debería haber pulido nuestras tendencias dogmáticas, pero se ve que no lo logra aún. Así que citémoslo: “Concluir que sería siempre preferible el fermento al producto elaborado, fuera exagerar y falsear. Pero en verdad lo preferible sería que el público conociera a veces el pensamiento en los dos estados (y hasta en varios estados “antes de la letra”, además del definitivo). De eso se utiliza todo, o lo que sirva”. (OC. X, 17) 9 En nuestra tradición uruguaya podríamos recurrir también al término proteico, que implica además la firme voluntad de no terminar nunca de estructurarse, puesto que se trata de conceptualizar una realidad que cambia (“¿Cómo pensar con conceptos que no cambian una realidad que cambia?” se preguntaba Edwin Carlos Burger; y algo muy próximo a esto plantea Egar Fernández en su comunicación en estas Jornadas). Escribía Rodó en 1909: “Y nunca Proteo se publicará de otro modo que de éste; es decir, nunca le daré ‘arquitectura’ concreta ni término forzoso: siempre podrá seguir desenvolviéndose, ‘viviendo’. La índole del libro (si tal puede llamársele), consiente, en torno de un pensamiento capital, tan vasta ramificación de ideas y motivos, que nada se opone a que haga de él lo que quiero que sea: un libro en perpetuo ‘devenir’, un libro abierto sobre una perspectiva indefinida”. (Rodó, J.E.: Motivos de Proteo, Barcelona, Hispano-Americana, s/f) 10 Se me ocurre ahora un ejemplo no menos impactante de fermentalidad arquitectónica en la Sagrada Familia de Gaudí, que lleva más de un siglo creciendo y cambiando, con sus esbozos y maquetas, y siendo a la vez la realidad concreta de la obra en cada uno de sus momentos, todavía muy distantes de su ¿posible? Culminación. Distinta de las catedrales medievales que fueron su modelo en que no está acabada, por ahora, mientras que ellas, después de siglos en construcción, se terminaron; y comenzaron su ruina milenaria. O, quizás, no; siguen vivas. De lo contrario: ¿cómo persistirían? ¿cómo podrían escucharse todavía coros gregorianos en la catedral de Sevilla? ¿cómo podrían convivir en sus muros como en la Catedral Nueva de Salamanca- bestias, demonios y astronautas? 7 antifilosóficos- ligados secularmente a excluyentes círculos que definen lo filosófico básicamente por su encierro en determinada normalidad y su cierre a los demás. b. La originalidad de lo filosófico. Es original la obra, el trabajo de creación, la traducción, la interpretación, el trabajo de aula. No se agota la filosofía en la obra y en su autor; la genera el lector; la re-crea el profesor con sus alumnos; vive en el efímero debate. O no es rigurosamente filosófica. Empleamos aquí original en el mismo sentido en que Lévi-Strauss dice que cada versión de un mito es original: cada variación toma en cuenta nuevas situaciones, enfrenta nuevos problemas, es fermental, origina nuevos caminos, inaugura rutas inéditas, libera nuevos sentidos… Como en nuestra tradición son originales Sófocles, Marechal, Anouilh y la estudiante que en plena dictadura me pedía Antígona, porque hay que enterrar a los muertos… c. La no obsolescencia de lo filosófico. Tanto la obra filosófica como los instrumentos que se van creando en los procesos del filosofar, difieren radicalmente en esta durabilidad de los productos e instrumentos técnicos que dejan a su paso cementerios de tecnologías rotas11 (máquinas de escribir, faxes, el penúltimo celular…) que hasta prevén su propia obsolescencia con fecha de vencimiento.12 En filosofía toda obra es contemporánea, todo instrumento es vigente: siguen rindiendo frutos, siguen dando lugar a nuevas interpretaciones y polémicas. En el nivel más profundo, más radical y más intercultural, es invitación a superarse a sí misma en nuevos comienzos, comienza con rupturas, no es mera innovación al interior de la repetición, es creación, es diálogo y vive en el diálogo. Su eventual obsolescencia coincidiría con la superfluidad de la humanidad. Crimen que ya se viene perpetrando y configura el principal peligro de estos tiempos de desigualdad. d. La falta de garantía, la inseguridad de lo filosófico. Si algo es rigurosamente filosófico es falible, se puede desconfiar de ese algo, se lo puede discutir. No hay normas ISO que garanticen sus resultados, su calidad, su potencia, su valor. Mucho menos sus efectos. Particularmente si estamos hablando de una clase de filosofía. Nosotros comenzamos nuestra investigación preguntándonos pseudoingenuamente: ¿Qué es una buena clase de filosofía? En todo caso, será ese algo que quizás pudimos observar o experimentar una vez en una clase, pero no hay receta que permita repetirla, no hay norma que garantice que el recurso hoy exitoso no se trasmute en traba al filosofar, en otras circunstancias. e. La radicalidad del filosofar. Esa exigencia que dice Ranovsky de volver a plantearse cada vez las “cuestiones de principio”. Que a nuestro criterio se vincula necesariamente con la última de las características de esta lista abierta, que apenas mencionaremos. Pues la radicalidad exige salir del ámbito delimitado por “Occidente” o por la “Historia de la filosofía”, y plantearse en el ámbito intercultural, so pena de no ser rigurosamente filosófica en tanto insuficientemente radical. 11 Flores, Fernando: Broken Technologies. Universidad de Lund, 2008. Se puede ser más pragmáticamente optimista: “Sometimes a technology idea is too good to be true. A flexible keyboard, internet voting and watching feature films on your smartphone are examples. Today, these concepts are still evolving, but they're broken right now. I'll tell you why and what could be done to fix them once and for all.” (Brandon, John, “The 10 best 'broken' Technologies”, 29 de marzo de 2008) 12 8 f. No seleccionar al interlocutor filosófico. Esto se plantea en el Fedro, diálogo entre discípulo y maestro, donde se habla de la necesidad de “seleccionar el alma apropiada” para sembrar en ella la semilla del diálogo, en defensa de la interlocución cara a cara contra la escritura, pero se lo hace por escrito (es decir, sin seleccionar al interlocutor, de modo de abarcarnos como tales a nosotros) a la vez que Sócrates y Fedro seleccionan sendos amigos, los cuales, cuando Platón escribe, ya se sabe que no eran precisamente “almas apropiadas”… Se hace filosofía escribiendo, dando clases, para todos; sin procurar apropiarse del alma de los alumnos, sino tirar semillas al aire para que fructifiquen en otros discursos legítimos, propios de otras personas, que se lanzarán a su vez en diálogo con otros, y así imperecederamente, lo que es el mayor grado de felicidad a que puede aspirar un ser humano, lo mejor o lo único que puede hacer. En suma, en rigor filosófico: todos interpelan, todos son interpelados. Porque todos son competentes. Punto puesto en crisis por la visión de la educación por competencias, que lleva, en defensa de la filosofía, a explicitar analíticamente cuáles son las competencias filosóficas, cuando al humano nada de lo humano le es ajeno y todo lo humano compete al filosofar. Que algo humano no nos compete a todos, o que el filosofar no se debería meter en algo, ya no seríamos rigurosamente filósofos. Y no se trata de reducir diferencias entre los interlocutores sino de trabajar en dialogo, a través de distintos logos. Pero qué pasa cundo lo distinto es que el otro no tiene logos. O por lo menos yo no se lo atribuyo: es ciego, es sordo, no es inteligente, no publica en revistas indexadas, es de otra cultura. g. La exigencia de un diálogo sin tribunal.13 Siempre abierto, sin la posibilidad de un tercero que falle en definitiva. Que el pretendido árbitro se integre al diálogo como un interlocutor más; si quiere ser rigurosamente filosófico. 6. Algunas palabras para concluir. Enseñar filosóficamente implica problematizar nuestra propia enseñanza. Si enseñar no es problemático para el docente, entonces su aula no será filosófica, porque enseñaría a no ver los problemas propios. Aunque pueda ver y hacer ver cuál era –por ejemplo, el problema que encaraba Platón- si para mí no constituye problema el método que debo usar para enseñar, sea cual sea; si mis recursos de enseñanza no los siento prácticamente inútiles, y si toda la sabiduría acumulada en los contenidos de mi cultura no son puestos en crisis en el diálogo con los estudiantes, entonces, mi clase no será rigurosamente filosófica. Porque no puedo enseñar a problematizar si no me problematizo, no puedo enseñar a otros a ver sus problemas si no me muestro teniendo problemas yo también. Ver un problema es reconocerlo como problema también para mí. Mis recursos no son mecánicamente valiosos: valen en la práctica, con sus tensiones y limitaciones. Sólo valen si me sirven, como a Sergio Vúscovic en el momento de ser torturado, para defenderse. En el pequeño libro que componen “Un viaje muy particular” y su “Comentario”, ese filósofo de Valparaíso narra ese “viaje” amarrado al mástil de “La Esmeralda”, donde están funcionando todos sus recursos (sentimientos de niñez, recuerdos de la abuela, conciertos, la Apología de Sócrates, cierta astucia conciente) pero sabiendo que en la próxima descarga eléctrica o en el próximo golpe quizás muera, o quizás traicione. Procedimientos y conocimientos 13 La idea es de Ranovsky; aunque posiblemente esta copia la radicalice más allá de lo dicho por él. 9 resultan inestables; porque son inseguros y no garantizan éxito futuro, sirven para poder enseñarle al otro a descubrir sus problemas; para mostrarle, lo que es ver problemas, reconocer problemas, tener problemas. E intentar resistir. Enseñar filosóficamente es, por supuesto, buscar constantemente recursos para poner en movimiento al alumno, sabiendo también que cada uno aprenderá a su modo. Cristo puede morir en la cruz enseñando la libertad y eso no impedirá que siglos después sus discípulos instalen la Santa Inquisición. Se aprenden cosas distintas de las que enseña el maestro. El aprendiz es responsable de su aprendizaje; el enseñante, de su enseñanza. Esto vale también para el maestro opresor: El Próspero de Shakespeare le enseña su idioma a Calibán para que pueda entender órdenes y servirlo; pero éste le dice: “Me enseñaste tu lenguaje y de ello aprovecho; sé cómo maldecir: Que te pudra la peste roja por haberme enseñado tu lenguaje”. Y yo, como Nietzsche quiero que mis escuchas hagan su voluntad, porque haciendo eso harán lo que yo quiero. Una última idea: el aula de filosofía es lugar de diálogo, no de propaganda. MLC, 05-07-11