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José Luis Álvarez Arruabarrena nació en 1924 en Elorrio, uno de los
pueblos de interior más bellos del País Vasco. Este municipio vizcaíno debe su
excelencia paisajística al monte Udala, que lo comunica con Mondragón y
Aramaiona, y a la cordillera del Amboto, que domina toda la comarca del
duranguesado.
Sus peñas, recortadas caprichosamente contra el cielo constituyen un
soberbio telón de fondo para cualquier escena que la naturaleza, en sus cuatro
estaciones, esté dispuesta a representar. En este reparto dramático sin duda son
protagonistas y actrices principales las nubes.
La fusión de sus tonos grises cuando trepan por las peñas de Alluitz, Aitz
Txiki, Atxarte o Mugarra o descienden hacia los pinares del valle de Atxondo y
su entorno ha tenido en José Luis Álvarez Arruabarrena unos ojos sensibles y
un pincel listo para aceptar el reto de trasladar al lienzo desde Elorrio, Axpe o
Arrazola el melancólico y sosegado encuentro del meteoro con las cumbres.
El mar también le ha proporcionado un nuevo espacio escénico al que trasladar
su particular maestría en el manejo de los grises. Los arenales entre Mundaka e
Ibarrangelua, en el corazón de la Reserva de la Biosfera de Urdaibai, no
tardaron en despertar su interés por la pintura de marinas.
Contar con un sólido dominio de la gama menos saturada de los grises le
ha servido al artista elorriano para combinar cielo y mar con una maestría
únicamente atribuible a una persona como él, reservada y solitaria, que ha
hallado en la pintura un vehículo de expresión de emociones formales y las ha
elevado, en algunos lienzos, a territorios próximos a la poesía y a la
abstracción.
El juego de luces en algunas de sus marinas, con las brumas disipándose
con desgana por el efecto del sol matinal en un mar en calma recuerdan a la
obra tardía del artista alemán Emil Nolde y a su experimentación poéticoreligiosa con los paisajes de la costa báltica del país centroeuropeo.
Un tercer escenario de la obra de Álvarez Arruabarrena ha tenido como
protagonista al Valle del Bidasoa y el entorno de la Bahía de Txingudi, entre
Hendaia, Irun y Hondarribia, donde este río entrega sus aguas al Mar
Cantábrico.
Para pintores, y también para escritores, el Bidasoa tiene poesía. Está en
sus amaneceres en Hondarribia, donde el cielo y el mar funden sus colores a
capricho; en la niebla matinal abriéndose en Amute, con las Peñas de Aia
cortando el paisaje al fondo; o, rio arriba, en los colores que proporcionan al
otoño los hayedos y castañares de Urdax o Elizondo.
Quien asegure que el Bidasoa es un estado del alma, puede incurrir en una
pedantería, pero en modo alguno falta a la verdad. Sus paisajes son una llamada
de la naturaleza a la que han acudido pintores como Larramendi o Gracenea,
que tanto han influido a José Luis Álvarez. Sus lienzos bidasotarras evocan una
calma particular y una sensación de paz y equilibrio que no cansan la vista.
Su visión del paisaje y la paleta de colores con que los traslada al lienzo
guarda sin quererlo una estrecha relación con los textos de alguien que vivió y
fabuló sobre el mar, los valles y montañas del País Vasco y de la comarca del
Bidasoa. Así relata Pío Baroja en sus memorias su relación con este paisaje:
“Me gusta su ambiente húmedo, sus cielos grises y sus nieblas, los valles
estrechos, los helechales, los prados verdes y hayedos bordeados por infinidad
de caminos hundidos junto a caseríos solitarios”.