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“Una Palabra para nosotros” Por Dolores Aleixandre, rsc . Un día se me ocurrió preguntar en El Corte Inglés: -“Por favor ¿libros religiosos?” -“Sí. Ahí los tiene” me contestó la dependienta señalándome un estante altísimo con el letrero: “BIBLIAS Y QUIJOTES”. Por supuesto, en ediciones de lujo, de esas que en muchas casas se colocan en un mueble del salón, no para ser leídos sino para decorar. ¿No pasará eso con la Biblia? ¿Estará sólo al alcance de los que “dan la talla”, sólo para los que “llegan” al estante de arriba, no en estanterías más accesibles para que la coja la gente de a pie, esa que pregunta bajito al de al lado: “¿En qué página?” cuando hay que buscar un texto, que se extraña muchísimo de que haya alguien que se llame Habacuc (¿Haba… qué?), o que se disculpe de no leer en alto “porque se me han olvidado las gafas”. Cuenta una vieja historia de la Biblia que una noche el patriarca Jacob se echó a dormir en medio del campo; iba huyendo de la persecución de su hermano Esaú, y Jacob, que se pasaba la vida escapando, casi sólo cuando era de noche y se echaba a dormir, dejaba a Dios que lo alcanzara. Aquella noche soñó con una escalera que, plantada en la tierra, llegaba hasta el cielo y por la que subían y bajaban ángeles. Jacob se despertó lleno de estupor y llamó a aquel lugar “morada de Dios” (Gen 28,10-22). Al releer hoy esa historia podemos quedarnos tan estupefactos como Jacob ante la noticia que la narración nos comunica: el mundo de Dios y el nuestro están en contacto, la escalera de la comunicación con Él está siempre a nuestro alcance, existen caminos de acceso a Dios y posibilidad de escucharle, encontrarlo y acoger sus visitas. Sin embargo tenemos muy arraigada la convicción de que hace falta una preparación elevadísima para leer la Biblia y que sólo la entienden de verdad unos cuantos privilegiados que han tenido tiempo y dinero (normalmente por vías institucionales eclesiásticas) para ponerse a estudiarla. Nos olvidamos de que más de dos tercios de los textos bíblicos son narraciones en las que aparecen hombres y mujeres con historias concretas y nombres personales: Abraham, Raquel, David, Gedeón, Andrés, Pedro, Marta, Zaqueo, María… Todos diferentes y sin embargo visitados por un Dios que tiene como costumbre aproximarse a nuestras vidas, dirigirnos su Palabra, visitarnos con su gracia. “Hijo de hombre, mira con tus ojos, escucha con tus oídos y pon tu corazón en todo lo que voy a mostrarte…” escuchó un día el Profeta Ezequiel (Ez 40,2) y esas palabras traducidas a nuestro hoy nos comunican la convicción de que Dios está dando constantemente “señales de vida” y que lo nuestro es estar como un centinela, o como un radar o una célula fotoeléctrica para captar la “vibración” de su presencia y de su palabra. Y es que Dios está constantemente “emitiendo señales” hacia nosotros y no existe ningún lugar ni situación “fuera de cobertura” para la comunicación con Él. Ese es el gran testimonio que nos dan los creyentes de la Biblia: al hojear sus páginas los encontramos entrando en relación con Dios y su Palabra orando junto a un pozo (Gen 24) o en la orilla del mar (Ex 15,1ss); en medio del tumulto de la gente o en pleno desierto (Mt 4,1-11); al lado de una tumba (Jn 11, 41) o con un niño en brazos (Gen 21,15); junto al lecho nupcial (Tob 8,5) o rodeados de leones (Dan 6,23). Y tampoco parece que a la hora de contactar con Dios, escucharle, estuvieran en las actitudes anímicas más idóneas: entran en comunicación con Dios cuando se sienten agradecidos y también cuando están furiosos, claman a Él en las fronteras de la increencia, la rebeldía o el escepticismo, lo bendicen o lo increpan desde la cima de la confianza o desde el abismo de la desesperación. Y uno deduce: la cosa no puede ser tan difícil, muchos otros antes que yo escucharon a Dios y dejaron que su Palabra los impactara y los transformara. A la hora de discurrir en cómo hacerlo, me viene a la memoria una escena de la película de Woody Allen “La rosa púrpura de El Cairo”: la protagonista, sentada en la butaca de un cine, contempla la misma película sesión tras sesión. De pronto, ve cómo su actor preferido se sale de la pantalla y la invita a entrar en el guion: la agarra de la mano y la introduce dentro de la película y, a partir de ese momento, se convierte en un personaje más que se mueve en el mismo escenario. Muchas veces he pensado que eso es lo que debería ocurrirnos con la Biblia: dejar de leerla como espectadores, comenzar a dialogar con sus personajes, entrar en el guion y en la banda sonora de sus experiencias, sentirnos como ellos actores y protagonistas, darnos cuenta de que todos esos hombres y mujeres de las narraciones bíblicas, vienen a nuestro encuentro para acompañarnos en nuestro itinerario creyente. Parece que el secreto está en ensanchar las zonas de contacto… ¿Y si probara yo también?