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SUPERIOR GENERAL CONGREGACIÓN DE SACERDOTES DEL CORAZÓN DE JESÚS Dehonianos ____________________________________________________________________________ Prot. N. 0130/2013 Roma, 20 de mayo de 2013 Servidores de la reconciliación Carta con ocasión de la fiesta del Corazón de Jesús 2013 Introducción Nuestras Constituciones, en el número 7, caracterizan nuestra vocación y misión como una profecía de amor y un servicio de reconciliación: “De sus religiosos, el P. Dehon espera que sean profetas del amor y servidores de la reconciliación de los hombres y del mundo en Cristo”. Esta afirmación se inspira en lo que el apóstol Pablo manifiesta como misión apostólica: “Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres, sino poniendo en nuestros labios la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡Reconciliaos con Dios!” (2Cor 5, 18-20). Este tema, que hemos escogido para la carta de este año con ocasión de la fiesta del Corazón de Jesús, continúa la reflexión sobre los temas fundamentales de nuestra espiritualidad, y se entronca en este año dedicado por la Iglesia al tema de la fe. Profetas del amor y servidores de la reconciliación, no es solo un slogan interesante. Nos conduce al centro del proyecto de Dios, de la misma vida de la Iglesia, del anuncio del Evangelio y de las expectativas de la humanidad. La reconciliación hace alusión a un mundo de perdón, acogida y armonía, pero se inserta también en la realidad de lejanía, de desunión, injusticia y conflicto que encontramos en las relaciones humanas a todos los niveles. No podemos olvidar el consenso que va creciendo en torno a la dignidad de la persona humana y sus derechos fundamentales, como también el desarrollo de la responsabilidad que tenemos hacia los frágiles equilibrios ecológicos, sobres los cuales se apoya la vida. A ninguno se le escapa la gravedad de las injusticias y de los abusos que condenan a la miseria millones de personas inocentes, así como los conflictos y guerras que amenazan la existencia de la humanidad entera. 1 En el pasaje de Pablo, la realidad negativa no se limita a las relaciones entre personas y de éstas con la naturaleza. Aquella es la manifestación del alejamiento de Dios y de su proyecto. Por lo que la dimensión fundamental de la reconciliación es la de acercar de nuevo la persona a Dios y transformarla, permitiendo así renovar todos las demás relaciones. Pablo, de hecho, comienza este pasaje, diciendo: “¡El amor de Cristo nos urge!” (2Cor 5, 14). Y es a la luz del amor de Dios revelado en Cristo y de su proyecto de salvación como se puede percibir la dimensión y naturaleza del pecado, así como el camino de la reconciliación. Esta realidad está muy presente en la espiritualidad del Corazón de Jesús que el P. Dehon nos ha dejado como herencia carismática. Nos lleva a contemplar el proyecto de amor de Dios, que nos permite darnos cuenta de la realidad del mal y la posibilidad de la reparación y de la reconciliación. Y esto es lo que el P. Dehon se proponía con su firme deseo de instaurar el Reino del Corazón de Jesús en las almas y en la sociedad. 1. Dios ama un mundo herido por el pecado y la muerte Hablar de reconciliación como lo hacen Pablo y nuestras Constituciones significa tener en cuenta el bien y el mal presentes en la realidad humana. Es preciso confrontarse con las ideas y los procesos, actitudes y sistemas, que contribuyen a la vida y a la felicidad de las personas y de la sociedad; pero no hay que olvidar las realidades que dañan y destruyen la armonía, el entendimiento y la vida a nivel social e individual. Contrariamente a otras visiones del mundo, la tradición judeo-cristiana no considera estas dimensiones como una lucha cósmica ente dos fuerzas antagónicas, dos poderes que se enfrentan en el universo y en la historia. Dios es el único Señor del universo y de todo aquello que proviene de su poder y de su providencia de Creador. La mirada de Dios sobre el mundo lo declara “bueno”. No existe una creatura o un mundo que sean objeto del odio de Dios o fuera de su poder, aun cuando alguno se declare enemigo suyo. La visión bíblica sobre el mundo es fundamentalmente positiva: Dios ama y cuida de sus criaturas, particularmente de los seres humanos. No obstante esta mirada amorosa, la tradición judeo-cristiana no considera nunca la realidad cósmica como un absoluto de bondad y perfección junto a Dios. La conciencia de lo incompleto, de la mortalidad, de la corrupción y de la desviación está constantemente presente en la visión del mundo. La experiencia de la imperfección y el mal encuentra su más dramática expresión en la reflexión sapiencial de los textos de la creación, que hablan de una situación de pecado desde siempre presente en la humanidad. Como reconoce el salmista, todo ser humano nace ya en esta condición de estar herido: “Mira que en culpa nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51, 7). El alejamiento de Dios y su proyecto tiene consecuencias desastrosas para el mismo hombre y para el mundo en que habita. Rechazando a Dios el hombre se propone como centro del universo sin ninguna referencia superior que lo defienda de su propia limitación y fragilidad. Sus proyectos y realizaciones, no obstante la belleza, la capacidad y el ingenio, son necesariamente dimensionados según una percepción reducida a nivel existencial, en el juzgar y en el obrar. El mismo ideal de hermandad se queda huérfano, porque está carente de la figura padre/madre que dé consistencia a la familia humana. Los límites de estos proyectos están dramáticamente presentes en el abuso de la naturaleza, en el aprovechamiento egoísta de los bienes, en la injusticia y la opresión que ponen en riesgo la supervivencia misma de la humanidad y del medio ambiente vital del planeta en que se habita. Más peligrosa que la ausencia Dios es la manipulación de su nombre, para ponerlo al servicio de los proyectos limitados y megalómanos del hombre. Es poner al revés la relación del Creador con su creatura, que genera frecuentemente miedo, autoritarismo, injusticia, rivalidad y guerras. Éstas son más difíciles de denunciar y superar, porque se presentan en nombre de Dios y con autoridad, por personas con responsabilidad en el ámbito religioso. El proceso de degeneración del hombre comienza con la ausencia y el deterioro de la figura de Dios. Las imágenes positivas y negativas de la humanidad se completan en la visión de una realidad cósmica que no está completa ni perfecta, y dentro de un proyecto a desarrollar hacia la plenitud. El paraíso terrestre no se encuentra detrás de nosotros, en un pasado perdido, sino delante de nosotros, como imagen y utopía creativa que orienta el camino de la humanidad. De hecho esta imagen se retoma en las últimas páginas del Apocalipsis, en la nueva Jerusalén y la nueva creación. Entonces el mal y la corrupción son superados, junto al sufrimiento, a la violencia y a la muerte, la historia alcanza su cumplimiento y la humanidad llega a su plenitud. Entre estas dos imágenes –creación y nueva Jerusalén– se encuentra toda la historia humana, como historia de salvación. Dios no vuelve desilusionado la espalda a la imperfección de su creación. La acompaña con misericordia y providencia, para que pueda alcanzar la meta feliz para la cual la ha pensado y querido. Y es en esta historia, frecuentemente compleja y dramática, donde se inserta el camino de la reconciliación. No se trata simplemente de recuperar una inocencia perdida en el pasado, ni sólo de reparar los daños inferidos a Dios, a las personas y a la humanidad, sino de crear, en las relaciones y los comportamientos, las dinámicas que permiten superar el mal y la división para desarrollar personas nuevas. La reconciliación va más allá de la simple reparación de una integridad perdida o de los daños causados, para crear una realidad nueva y reconciliada. 2. Cristo nos reconcilia con el Don del Espíritu Este proceso de reconciliación y de plenitud non puede ser únicamente obra del esfuerzo humano, sino que se basa en la iniciativa de Dios. El deseo de paz y los esfuerzos de reconciliación y colaboración entre los pueblos son signos de la presencia del Espíritu de Dios che actúa en el corazón de cada persona y en humanidad entera. Pero es en Cristo donde encontramos la revelación del amor reconciliador de Dios, el don de la comunión en Su vida y la posibilidad de la construcción de una nueva humanidad. Con la venida de Cristo en el mundo dos aspectos fundamentales nos permiten ver el compromiso radical de Dios con la reconciliación del hombre: a) la asunción de la condición humana con sus alegrías, límites y dolores; b) el don del Espíritu que transforma el ser humano y lo hace capaz de la comunión con Dios y de participar en una humanidad renovada. a) El primer aspecto está caracterizado por la venida de Dios al mundo como Emmanuel, Dios con nosotros. En Cristo… Él se hace presente en la realidad misma del hombre pecador, compartiendo la débil condición humana, menos en el pecado, hasta la muerte más ignominiosa en la cruz (cf. Fil 2, 5-11). Esta “desproporcionada solidaridad” revela el amor imperecedero de Dios para con nosotros. Ningún otro motivo podría llevar a una tal actitud: “mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros… Nos gloriamos, pues, en Dios por medio del Señor nuestro Jesucristo, por medio del cual ahora hemos recibido la redención” (Rm 5, 8-11). En la actitud de Jesús hacia los débiles y pecadores, comprobamos que Dios no está mirando desde lejos, sino que toma sobre sí los dolores y las desviaciones de la humanidad, abriendo un camino de esperanza y de vida. En Jesús, Dios no está en el templo esperando la llegada de quienes se han ya purificado, sino que se le encuentra por las calles y casas de la gente. No tiene miedo de tocar a los leprosos ni de sentarse en la mesa con los pecadores, ni de compartir la suerte de los excluidos, de los condenados y de los que sufren. Éste es el inicio del don de la reconciliación: el acercamiento, la solidaridad y el compartir con las personas, especialmente con aquellas que sufren. Éste es el don de la reconciliación que hemos recibido gratuitamente y el modelo del servicio que se nos confía. b) El segundo elemento es el don del Espíritu Santo. Toda la solidaridad de Jesús, todos sus milagros y enseñanzas y aun la misma muerte en cruz no serían suficientes para curar/ reconciliar la humanidad. Solo es posible acercarse a Dios, fuente de la vida, si Él mismo ofrece el camino y la fuerza. Éste es el rol del Espíritu. Jesús se ha encarnado en el seno de la Virgen María por el poder del Espíritu (Lc 1, 14) y es presentado por Juan como aquel sobre quien desciende el Espíritu del Hijo y que bautizará en Espíritu (Lc 3, 16). Toda su acción es vista como obra del Espíritu que reposa sobre Él y, volviendo al Padre, hace descender sobre los discípulos este mismo Espíritu, para transformarles y hacerles capaces de continuar su misión (Hch 1, 8). El signo del costado traspasado une las dos dimensiones que estamos considerando: la revelación de la totalidad del amor de Jesús y el don del Espíritu que crean la nueva humanidad (Jn 19, 31-38). Éste es el comienzo de la verdadera reconciliación de la creatura humana con su creador, del hijo perdido con el Padre que viene a buscarlo, con toda la familia de los que han renacido gracias al mismo Espíritu. Por tanto, la reconciliación traída por Cristo comienza con la acogida del don del Espíritu. Es el Espíritu quien transforma todos los seres a partir del propio corazón, haciéndoles capaces de seguir el proyecto de persona comenzado por Jesús, en diálogo con el Padre y Creador: “Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien recibisteis un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8, 15). Por este motivo no se trata de recuperar una inocencia perdida en el pasado, sino que es un don nuevo traído por Cristo. La efusión pentecostal del Espíritu es un dinamismo nuevo para la construcción de la nueva humanidad. El programa de Jesús, presentado en la sinagoga de Nazaret, resuena como camino para los que nacen del mismo Espíritu: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos, y proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 18s). 3. Dejarse reconciliar A la luz de estas reflexiones se entiende la urgencia de la llamada de Pablo, en el texto que nos sirve de guía: “En nombre de Cristo os suplicamos: ¡Reconciliaos con Dios!”. El pasivo (estad reconciliados) subraya la iniciativa de Dios, pero suena también como un exhortativo, pidiendo nuestra adhesión. Es, al mismo tiempo, don e invitación a la experiencia fundamental de la fe: “Amarás al Señor tu Dios, con toda tu alma, con todas tus fuerzas” (Dt 4, 6). Y esta es la experiencia fundamental del creyente, que se llama conversión o reconciliación. El sentirse amados de Dios, revoluciona la formar de mirarse a sí mismos, a los otros y al mundo. Cambia el modo de ver los propios límites y necesidades, de descubrir el propio valor y la dignidad, de aceptar ser pequeño y débil, en las manos de un Padre que es potente, bueno y misericordioso. Es el manantial de nueva energía y esperanza, que no aísla egoístamente a la persona, sino que la coloca dentro de una amplia familia, para construir un mundo nuevo. En este sentido, la constatación del límite y del mal puede convertirse en experiencia de misericordia y en camino de esperanza. Dios hace posible esta nueva vida, pero no quiere (no puede) vivirla por nosotros. Éste es el camino del Corazón que caracteriza la perspectiva contemplativa y activa de nuestra herencia carismática. Abrir, sanar, purificar, educar y modelar el propio corazón según el Corazón de Jesús es posible por la acción de su Espíritu en nosotros. Esto comienza mediante la apertura a Dios que lleva a la reconciliación consigo mismo y con la propia historia. Pero se abre también a una relación cordial con los demás y a la participación en la construcción de una humanidad reconciliada. Este camino se apoya en tres columnas: un corazón que escucha, abierto a Dios y al susurro del Espíritu Santo; un corazón fraterno, capaz de construir comunión y colaboración con los demás; un corazón solidario, generosamente sensible al grito de los más débiles y a la necesidad de reconciliación en el mundo. En la progresiva sanación del corazón, tiene un papel importante el sacramento de la reconciliación. Estos encuentros no son simples ritos que cumplir regularmente para anular las culpas del pasado o condonar las deudas con Dios. El encuentro sacramental con la misericordia de Dios tiene efectivamente una dimensión dirigida al pasado de las culpas y de los pasos equivocados, pero no puede destruir este pasado y, frecuentemente, es incapaz de remediar todas las consecuencias negativas de tales errores. Lo que sí puede hacer es librarnos del mal mismo que nos ha hecho caer, hacernos ver las cosas con ojos nuevos, para que se pueda buscar la reparación, en la medida de lo posible, del mal hecho y construir un futuro nuevo. Esto nos hace entender el sacramento de la reconciliación, no como un acto restringido a la persona, sino como núcleo importante de un camino de reconciliación, que implica a la comunidad entera, para reparar el mal, reintegrar a los pecadores y renovar la vida. 4. El Espíritu Santo engendra comunidades reconciliadas y reconciliadoras La reconciliación es siempre un camino relacional con Dios, con las otras personas, con el universo. Un icono de esta de esta armonía es la familia humana. En ella vemos que el amor del padre y de la madre crea un ambiente de entendimiento y comunión, donde las imperfecciones y las eventuales incapacidades y necesidades de cada uno son superadas por el afecto de los otros. No casualmente Jesús utiliza este modelo para hablar a aquellos que, a su alrededor, escuchan su palabra: “He aquí mi madre y mis hermanos” (Mc 3, 34). Las comunidades cristianas y nuestras comunidades religiosas no se fundan sobre una base común de la misma sangre, educación o identidad cultural, sino sobre la escucha de la Palabra de Jesús. Y Él desea que se inspiren en la familia humana y que se dejen regenerar por su Espíritu de reconciliación. Ésta es la experiencia de Pentecostés, que ha dado origen a las primeras comunidades cristianas y continúa engendrando vida en la Iglesia. La reconciliación entre los miembros de la comunidad es presentada por Jesús como signo distintivo que confirma la pertenencia al grupo de sus discípulos: “Reconocerán que sois mis discípulos si os amáis los unos a los otros” (Jn 13, 35). En el Evangelio no hay lugar para una reconciliación que no incluya la reconciliación en la comunidad. Dios no ha enviado su Hijo al mundo solo para llevarnos al cielo. Esto es absolutamente cierto, pero a la luz de esta meta final, Él quiere transformar la realidad de los seres humanos sobre esta tierra. Es más, esta transformación forma parte de los signos del Reino de Dios que tiene su comienzo en la historia humana. Aunque siempre imperfectas, nuestras comunidades son signo profético de la nueva humanidad peregrina hacia la reconciliación y la plenitud. El empeño por la construcción de la comunidad es, por tanto, tarea fundamental de los que han sido reconciliados en Cristo. De ahí el escándalo del rencor y del odio entre aquellos que, habiendo sido reconciliados gratuitamente por Dios en Cristo, son incapaces de perdonar, colaborar y vivir como hermanos. Por otra parte, la aceptación e integración de nuestras diferencias, la superación de las debilidades y tensiones y la composición intercultural e internacional que vivimos en la Congregación son expresiones concretas de la acción reconciliadora del Espíritu, según el modelo de Pentecostés. Por otra parte, no hay que confundir la reconciliación con la unanimidad y el consenso de opiniones. Muchas veces, estos últimos esconden procesos de acomodación, inmovilidad, falta de verdad, o imposiciones de personas o grupos. La historia de las primitivas comunidades cristianas nos recuerda que la voz del Espíritu es frecuentemente incómoda, pero también creativa. La diferencia no debe producirnos miedo, si hay estima y amor a la verdad en la escucha del Espíritu. En una comunidad nunca perfecta, pero que acepta ser renovada continuamente por el Espíritu, el perdón y la reconciliación interpersonal deben ser una constante. La experiencia de las propias caídas y de la misericordia de Dios hacia cada uno de nosotros debe abrirnos el corazón al perdón de los otros. El testimonio profético de nuestras comunidades no consiste en la perfección del amor – que siempre será insuficiente – sino en el constante empeño en el perdón mutuo según la cordialidad manifestada en nuestras relaciones. La disponibilidad a la comunión, el respeto y la apertura a la diversidad deben ser, por tanto, elementos fundamentales de nuestra formación. Del mismo modo, la capacidad de vivir en comunidad, de superar conflictos y rencores para colaborar con los otros, deben ser considerados entre los primeros criterios de discernimiento vocacional y del camino formativo, como camino del corazón. Así nos preparamos para ser en el mundo servidores de la reconciliación. 5. Reconciliados al servicio de la reconciliación ¿Qué motivación puede mover a una persona para dedicarse a la obra de la reconciliación hasta el don de la vida? Pablo responde así: “El amor de Cristo nos urge al pensar que uno ha muerto por todos” (2Cor 5, 14). La conciencia del amor de Cristo que lo ha amado y reconciliado consigo, cuando todavía era perseguidor y enemigo, ha cambiado radicalmente la vida de Pablo y le ha dado una nueva dirección. Desde aquel momento, su vida está unida a la de Cristo: “La vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20). De hecho, ninguna otra motivación puede ser suficiente para mover a alguien a ponerse, de este modo, al servicio de la reconciliación. Por eso encontramos no pocos equívocos en la vida de la Iglesia y en nuestras comunidades. Si alguno se mete en este camino movido por intereses personales, búsqueda del poder, del lucro o de la propia vanidad, causará mucho daño a sí mismo y a la comunidad a la que debería servir. Por este motivo frecuentemente se encuentran personas que se dicen consagradas a Dios y que viven en el desencanto y en la amargura, irascibles en la relación con los demás, llegando a veces a someterlos a la propia arbitrariedad. Por eso a cada uno de los que quieren empeñarse en este servicio les viene dirigida la misma pregunta que el Señor resucitado dirige a Pedro antes de confiarle el cuidado de los hermanos: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas? (Jn 21). Sin este encuentro con el amor de Cristo reconciliador no hay un verdadero servicio de reconciliación. En el encuentro con el amor de Cristo, Pedro y Pablo han sido reconciliados para reconciliar. También ellos han tenido que purificar las propias motivaciones en el contacto con el Maestro y especialmente con el misterio de su muerte y resurrección. La experiencia de la propia debilidad y del amor los ha curado, modelado y perfeccionado para convertirse en embajadores creíbles de la reconciliación de Dios. Es a partir del amor como motivación fundamental como se puede asumir la primera actitud del reconciliador: la sensibilidad y la escucha ante el sufrimiento, la injusticia y el mal. El empeño para la reconciliación comienza con sentir como suyos los dolores y las dificultades de los otros, independientemente de quien sea el necesitado. Imagen del reconciliador es el buen samaritano, que no aparta la mirada, no se aleja de aquel que encuentra caído a lo largo de su camino, sino que es capaz de cambiar la agenda de su viaje para socorrerlo. La mirada de misericordia no nos permite encerrarnos en un pseudo-edén de justicia y seguridad. A ejemplo de Cristo estamos llamados a ir al encuentro del mundo que tiene necesidad de solidaridad y ternura, como nos está recordando el Papa Francisco, en el camino de la renovación de la Iglesia. El compartir las situaciones de dolor, injusticia y miseria es el rostro concreto de la misericordia del corazón en el camino de la reconciliación. La cercanía a los más pequeños y necesitados es parte de los signos más visibles del Evangelio. Por tanto, cada uno de nosotros y de nuestras comunidades debemos interrogarnos sobre el puesto que ocupan los pobres, los que sufren y los abandonados –buenos y malos– en nuestras preocupaciones y prioridades. Según la atención que prestamos a ellos, se podrá medir la verdad de nuestro compromiso en la reconciliación de la humanidad. Del P. Dehon hemos aprendido que la cercanía a los que sufren y son explotados no se puede reducir a la asistencia directa que se les puede ofrecer. Hay que ir a los orígenes del mal y de la injusticia que provocan la miseria y la pérdida de dignidad de las personas y de las sociedades que destruyen el planeta. Aquí se requiere una mirada misericordiosa, pero también competente, para identificar los mecanismos de la miseria y de la explotación, y los caminos que pueden llevar a la curación de los males que corrompen la sociedad. Como personas comprometidas por el Evangelio, debe ser muy importante para nosotros la reconciliación en el campo religioso. La afirmación coherente de la propia fe y el compromiso en su anuncio no son incompatibles con el respeto, el diálogo y la colaboración en la transformación del mundo. En esta línea, la imposición de unas creencias o el uso de la violencia en nombre de Dios contradicen nuestra fe. Un dios que tuviese la necesidad de ser defendido o impuesto con la violencia, no sería Dios, sino una invención humana Muchas veces la defensa de la justicia y el camino de la reconciliación pasan por la denuncia de la injusticia, de la opresión y de la corrupción. No es posible una reconciliación sin justicia y verdad, y la voz del Espíritu resulta a veces incómoda y desestabilizante frente a sistemas corruptos y totalitarios. Con frecuencia las personas víctimas de estos procesos son manipuladas y conniventes con ellos, se oponen a los procesos de liberación y transformación. En tales situaciones el servicio a la reconciliación exige un discernimiento y un empeño muy particulares, que puede llegar hasta el don de la propia vida. La historia de la Iglesia y del mundo está marcada con la sangre de personas de todas las naciones y credos que han dado testimonio, ofreciendo su aportación a la construcción de un mundo más justo. Estos testimonios nos dejan la memoria de un rechazo de la violencia y de la guerra para superar las diferencias, los malentendidos y los conflictos. La reconciliación pretende efectuar una revolución y, no raramente, sobre este camino se encuentra la sangre. No se trata, sin embargo, de la sangre de los enemigos, sino de los mismos siervos de la reconciliación. El don de la vida es la última y más radical señal de amor a Dios que reconcilia consigo mismo una humanidad herida por el pecado y la violencia. La imagen de la nueva Jerusalén, que hemos encontrado al comienzo de nuestra reflexión, nos ofrece ocasión para situar el testimonio hasta el don de la vida en el contexto de la construcción de una sociedad reconciliada. En la historia es donde se desarrolla el proceso de reconciliación, pero su cumplimiento definitivo no puede ser alcanzado mientras el hombre permanece prisionero de la finitud y de la muerte. El enjugar la última lágrima y la victoria definitiva sobre la injusticia, la corrupción y la muerte no pertenecen a la historia humana, sino que son posibles sólo en la ciudad definitiva que es don de Dios. Hacia ella y por ella inspirados, convergen todos los esfuerzos de construcción de la ciudad humana reconciliada. Desde ahora, allí tienen la ciudadanía los que, como su Señor, son “mansos de corazón” y “constructores de la paz” (cf. Mt 5, 9; 11, 29). Ellos “heredarán la tierra” nueva, y “serán llamados hijos de Dios” para siempre (cf. Mt 5, 5.9). Conclusión En la solemnidad del Corazón de Jesús estamos invitados a contemplar a Cristo, el hombre del corazón nuevo, en la integridad del ser humano, colmado del Espíritu de Dios. Esta plenitud se manifiesta en la mansedumbre y la humildad de corazón, que le abre al amor del Padre y le hace cordial en la relación con los otros, hasta dar la vida por ellos. De su Corazón abierto en la cruz recibimos el don del Espíritu que nos reconcilia con el Padre y entre nosotros. Somos conscientes de nuestros límites y sensibles al drama de la miseria, de la injusticia y de los atentados a la dignidad de las personas y la integridad de la creación. Pero el Espíritu nos guía por el camino del Corazón aprendiendo de Jesús, para ponernos al servicio de la reconciliación y para colaborar en la construcción de un mundo nuevo, donde reine la justicia y la paz, según el proyecto de Dios. A todos los hermanos y a los miembros de la Familia Dehoniana presentamos los mejores deseos para la fiesta del Corazón de Jesús. Que ella pueda consolidar nuestra reconciliación y unidad, renovar la alegría de nuestro servicio y alimentar la esperanza en la obra que el Espíritu está realizando en medio de nosotros. P. José Ornelas Carvalho Superior General SCJ y su Consejo