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Prot. Nº 02/2016 “Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella” (Mc 6,34) Mensaje para la semana vocacional Mar del Plata, 6-14 de febrero de 2016 A mis queridos sacerdotes y diáconos, consagrados y consagradas, y fieles laicos de mi diócesis de Mar del Plata: I. El ministerio misericordioso de Jesús Buscando inspiración para redactar el mensaje para la semana vocacional de este Año de la Misericordia, me detuve en este texto del Evangelio de San Marcos: “Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato” (Mc 6,34). La compasión ante las necesidades de los demás caracteriza la actuación de Jesús. El apóstol San Pedro en su predicación resumía el ministerio de su Maestro con estas palabras: “Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. El pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38). Haciéndose eco de estas palabras, un bello Prefacio del Misal Romano dice: “Él siempre se mostró misericordioso con los pequeños y los pobres, con los enfermos y los pecadores, y se hizo cercano a los oprimidos y afligidos. Él anunció al mundo, con palabras y obras, que tú eres Padre y que cuidas de todos tus hijos” (Plegaria eucarística para diversas circunstancias IV). En los evangelios podemos descubrir que el ejercicio de la misericordia está íntimamente unido al núcleo central de su actividad que es anunciar el Reino de Dios. Las páginas de los evangelios tomadas en su conjunto, son una revelación de la misericordia de Dios manifestada plenamente por Cristo. II. La lglesia continúa el ministerio misericordioso de Jesús Volvamos a otro texto de la liturgia eucarística: “Porque él, en su vida terrena, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal. También hoy, como buen samaritano, se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” (Prefacio común VIII). Sabemos que Jesús quiso fundar su Iglesia como continuadora de su obra de salvación. Ella es como sacramento o instrumento de Cristo, quien la asume como “como instrumento de redención universal” (LG 9). A través de ella, bajo la acción invisible del Espíritu Santo, los hombres pueden experimentar la presencia misericordiosa de Jesús, su capacidad de compasión ante toda miseria humana. El testimonio de los discípulos de Cristo es fundamental para que nuestros hermanos, tantas veces alejados del Señor y de la Iglesia, oscurecidos y dolientes, aunque con deseos de encontrar luz y sentido, puedan descubrir que Cristo está bien cerca y que también hoy sigue pasando y haciendo el bien. Las obras de misericordia corporales y espirituales que la Iglesia ejerce a través de sus instituciones, o bien por la acción silenciosa y eficaz de los bautizados, son una forma de presencia espiritual y real del mismo Cristo. A través de ella Cristo sigue acercándose a todo hombre que sufre. III. Cristo y la lglesia llaman a consagrar la vida Lo mismo que en tiempos de Jesús, las muchedumbres lo buscan, pues se encuentran desorientadas, como “ovejas sin pastor” (Mc 6,34). Jesús desea reunirlas. Es su gran anhelo: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor” (Jn 10,16). Él vino “para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52). Esta tarea se extenderá a lo largo de los siglos de la historia, a través de su Iglesia animada por el Espíritu Santo prometido (Hch 1,8). Todos participamos de esta misión pastoral, todos tenemos una responsabilidad. El modo de participación será distinto para los laicos, para los consagrados y para los ministros de la Iglesia. Pero aunque el modo del compromiso sea distinto, debe igualarnos un mismo ardor: ¡que Cristo sea conocido y amado! Cada cual debe encontrar su puesto en la misión común de dar un testimonio que es diverso según la vocación personal, pero idéntico en cuanto servicio al plan misericordioso de Dios. Dentro de la diversidad de dones del Espíritu Santo, algunos son llamados a consagrar por entero su vida a una tarea de servicio exclusivo a Dios, a la Iglesia y al prójimo. Son las vocaciones de especial consagración. Ante todo, sacerdotes y diáconos, como miembros de la jerarquía de la Iglesia. También los religiosos y religiosas, miembros de institutos seculares, el orden de las vírgenes consagradas y otras nuevas formas de vida consagrada. En medio de un mundo muy secularizado, es hermoso comprobar que sigue habiendo jóvenes que oyen en su conciencia el atractivo de entregar por entero la vida a una gran causa. Se trata de muchachos y chicas a quienes la gracia de Cristo inquieta interiormente y sienten, como sintió Samuel, la necesidad de un Elí que los instruya y oriente para discernir la voz del Señor: “Habla porque tu servidor escucha” (1 Sam 3,10). El Señor puede llamar en distintas edades, a personas de diverso origen y cualidades humanas y espirituales diferentes. Pero es siempre la Iglesia la que discierne la rectitud de intención, la suficiente base humana, la sincera actitud espiritual, y juzga sobre la autenticidad de la gracia de la vocación. IV. Con Jesús sintamos compasión por la muchedumbre Nuestra situación cultural se caracteriza, entre otras cosas, por una notable ignorancia religiosa. Ojalá comprendamos que evangelizar, catequizar, invitar al encuentro con Cristo vivo, es la mayor obra de misericordia, junto con el testimonio de nuestra caridad. Si la vocación a consagrar por entero la vida a Cristo, a la Iglesia y a los hombres es personal, el deber de orar por las vocaciones de especial consagración es común a todos. Orar, apreciar, fomentar, colaborar. Puesto que la obra redentora de Jesús revela la misericordia de Dios, debemos entender que nuestro mundo, que suele a excluir a Dios, necesita más que nunca de ministros de Cristo que enseñen y prediquen su Evangelio; que distribuyan con 2 frecuencia el pan eucarístico y otorguen la gracia de los sacramentos; que guíen, orienten y cuiden con amor a las ovejas en busca de un pastor que las apaciente. Pero nuestra sociedad espera también el testimonio de los consagrados y consagradas, que desde sus diferentes carismas manifiesten a Cristo con sus opciones de radicalismo evangélico: pobreza, castidad y obediencia; vida en común, en la contemplación monástica o en el compromiso apostólico, y el testimonio de abnegación y alegría. Hay tareas específicas y otras comunes. En la Iglesia Cuerpo de Cristo, cada miembro tiene su función. En definitiva, la Iglesia vive y respira por la oración, los sacramentos y la caridad. Todos podemos y debemos orar y amar. Orar por las vocaciones y crear un ambiente propicio para su surgimiento y desarrollo nos debe motivar a todos. Pensemos en las extensas áreas de nuestra diócesis con débil, insuficiente o nula presencia pastoral. Recordemos los hospitales, escuelas, asentamientos y villas miseria donde también hay mucha hambre de Dios y de sentido de la vida. Parroquias sin párroco, atendidas como se puede desde otra vecina. Espacios específicos como la universidad, el mundo del trabajo, los militares, las fuerzas de seguridad, el ámbito de la cultura y tantas otras realidades que quedan sin nombrar. El “Rebaño de Dios” (1 Ped 5,2), compuesto por los bautizados en la Iglesia Católica, se dispersa ante muchas otras propuestas. Arrodillado ante un crucifijo mutilado por la guerra, al que le faltaban los brazos, leí una vez estas palabras que emocionan: “No tengo otros brazos más que los vuestros”. Debemos sentir que Cristo nos las dirige a todos. La semana vocacional, en la cual se realizan actos significativos, en modo alguno puede agotar la pastoral diocesana sobre las vocaciones. A los párrocos les pido especialmente que no olviden de convocar a los fieles a la oración periódica, sobre todo eucarística, por las vocaciones de especial consagración. “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha” (Mt 9,37-38). ¡Cumplamos con el pedido del Señor de manera comunitaria! Les pido también, que cuiden la pastoral con los jóvenes y, en la medida de lo posible, que sepan escucharlos y atenderlos. Parte de esta pastoral es el planteo explícito de la vida como vocación, donde cada cual debe descubrir su lugar dentro de la Iglesia y de la sociedad. También recomiendo el cuidado pastoral de los monaguillos, además de la inclusión frecuente de esta intención en la oración de los fieles de la Misa dominical. Cada año tiene lugar en algún rincón de la diócesis nuestra célebre “Invasión de pueblos” inaugurada por Mons. Rau, de la que participan muchos centenares de jóvenes. Otro tanto sucede con la “Marcha de la esperanza”, inaugurada por el siervo de Dios cardenal Pironio. Ambas son por sí mismas un espejo de la Iglesia diocesana, que muestra su juventud y pujanza espiritual. Alentar la participación en estos eventos puede ser una forma indirecta de promoción vocacional. Sobre todo, no olvidemos nunca que una de las formas mejores de promover las vocaciones es el testimonio de nuestra serena, perseverante y alegre entrega al regalo de la vocación recibida. 3 En una vocación actúa ante todo la gracia divina que debemos implorar, pero esa gracia se vale de mediaciones humanas para hacerse oír. En la definición de una vocación al ministerio o a la vida consagrada, influye también el ambiente familiar, el entusiasmo y el fervor que reina en la vida parroquial, el testimonio de los sacerdotes, no sólo del que hace de guía espiritual, sino del presbiterio en su conjunto o de la comunidad religiosa. Queridos hermanos, cierro estas sencillas reflexiones mirando a María, a quien invocamos como Reina y Madre de misericordia. Que como Madre de la Iglesia interceda con su singular capacidad de compasión ante Jesús el Buen Pastor, a fin de que el Dueño del campo nos regale muchas y santas vocaciones. ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 4