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LA REFORMA El estudio de los conflictos que por motivos religiosos asolaron Europa a lo largo del XVI, con especial repercusión en Alemania, Francia e Inglaterra, no resulta comprensible si antes no se conoce, al menos someramente, la situación de la Iglesia en los albores del Quinientos y los movimientos de Reforma y Contrarreforma que esta situación ocasiona. Ya hemos visto en las páginas anteriores las preocupaciones religiosas de muchos humanistas; atraídos por el Dios-Amor del Nuevo Testamento, rechazaban de plano al Dios terrible propugnado durante buena parte de la Edad Media y no admitían a teólogos empeñados más en discusiones bizantinas sobre aspectos dogmáticos que en acercar a este buen Dios a los hombres. Para procurar esta cercanía defendían una teología y un ritual sencillos, a la vez que, en su defensa de la libertad humana, conferían a la Iglesia como misión fundamental la ayuda a los hombres en el camino de su salvación, pero se oponían a su rigorismo, prefiriendo fórmulas próximas a las del primer Cristianismo. Así surge un sentimiento reformador, que culmina en Lutero, pero que sigue antes etapas previas, esbozadas ya en el pensamiento humanista; el origen de la Reforma descansa en factores como la disolución del orden medieval, los abusos morales de algunos Papas y de no pocos religiosos o la falta de claridad dogmática y se asienta en el seguimiento del mensaje apostólico de Cristo, dejando la salvación en manos de una fe que vive del amor y propugnando la libre interpretación de las Sagradas Escrituras, suprema fuente de revelación. 1. La situación de la Iglesia Comenzando por el Papado, éste se caracteriza en el Cuatrocientos, con algunas excepciones, por un fuerte deterioro moral, una mayor preocupación por sus asuntos temporales que por los espirituales y por un incremento de la fuerza del conciliarismo tras la celebración del Concilio de Constanza, que pone fin a la situación cismática creada en el siglo XIV con la elección de Martín V en 1417. El pontífice más destacado de la centuria fue Nicolás V (1447-1455), a quien se tiene por el primer Papa renacentista; fue mecenas de humanistas –fundó la Biblioteca Vaticana- y hombre de espíritu reformista, que se opuso al creciente nepotismo, para lo que contó con la decidida ayuda del cardenal Nicolás de Cusa. El nepotismo se impuso durante los tres años de pontificado de su sucesor, el español Alfonso Borgia –Calixto III-. Tras las etapas de Pío II (+1464) y Pablo II (+1471), introductor de la imprenta en Roma, esta práctica se generalizó definitivamente con Sixto IV (+1478), mejor estadista que Vicario de Cristo. De hecho, las dos grandes lacras de los pontífices renacentistas fueron el excesivo interés por la dimensión política del Papado y la corrupción personal, extendida además a la mayoría de los miembros de la Curia. La situación llegó a límites insospechados bajo el mandato de Inocencio VIII (1484-1492), quien rodeado de cardenales mundanos sólo procuró su enriquecimiento personal –sus múltiples gastos lo dejaron en manos de poderosos banqueros, por lo que generalizó la venta de cargos eclesiásticos al mejor postor- y consolidación política, desdeñando las voces que clamaban por la necesaria reforma de la Iglesia, entre ellas la del apocalíptico Savonarola. Nada mejoró con su sucesor, el intrigante Alejandro VI (1492-1503), quien hasta para acceder al sillón de Pedro compró las necesarias voluntades y cuyos modales personales y políticos difirieron bastante de los que debían esperarse de un Papa. Todos los medios fueron buenos para allegar los fondos precisos para sufragar sus empresas políticas y sus gastos personales y familiares; su dejación de las tareas pastorales se extendió no sólo a la alta jerarquía eclesiástica, sino incluso a un clero ordinario cada vez más preocupado y absentista. Asimismo pasaban por momentos difíciles las órdenes religiosas, de las que recelaba profundamente el episcopado por su menor control sobre ellas. El Papado continúa en el XVI por una senda similar. Julio II (+1513) es, ante todo, un estadista del Renacimiento, un soberano que hizo de sus dominios núcleo básico de la política italiana, pero que dejó en el olvido sus deberes espirituales. De hecho, las pretensiones reformistas con las que este primer papa Médicis convocó el concilio de Letrán de 1512 fueron un rotundo fracaso y el pontífice, si por algo ha pasado a la historia, ha sido por el mecenazgo artístico que llevó a la corte romana a figuras de la talla de Bramante, Rafael o Miguel Ángel. Fastuoso y sensual, su sucesor, León X, vio al final de sus días como le estallaba el luteranismo, sin capacidad alguna para evitar el proceso, pues también quedaron en agua de borrajas los acuerdos reformadores del Concilio de Florencia de 1517. Roma se convirtió en escenario de múltiples intrigas cortesanas, reprimidas con dureza por este papa que fracasó tanto en sus planes económicos –el aumento de la fiscalidad extraordinaria, sobre todo mediante la venta de indulgencias, no impidió la quiebra económica del Papado- como en el mantenimiento de la unidad de la Iglesia, quebrada definitivamente con la excomunión de Lutero en enero de 1521. Más interesante es el breve pontificado de Adriano VI (+1523), amigo personal de Carlos I, aunque sus deseos de mejorar las finanzas y, sobre todo, las costumbres de la Curia le valieron un rechazo generalizado; le sigue Clemente VII, cuyos anhelos políticos le llevaron a alinearse con Francia en su enfrentamiento contra España, lo que le costó el saqueo de Roma de 1527. Fue por fin su sucesor, Pablo III (1534-1549) quien ante la extensión del luteranismo y las presiones carolinas se decidió a acometer resueltamente la necesaria reforma de la Iglesia, inaugurando el Concilio de Trento el 13-XII-1545 el cardenal Juan María del Monte, futuro Julio III (1550-1555). Con todo, las manifestaciones de religiosidad en esta etapa se sobrepusieron a la negligencia de los pontífices, con muestras externas como la extensión del culto a la Santa Casa de Loreto o la proliferación de Cofradías, libres o asociadas a gremios, cuyas finalidades prioritarias fueron la potenciación de la solidaridad comunitaria, el acercamiento a los sacramentos y, sobre todo, la garantía de celebración de las exequias fúnebres. Asimismo, se mantiene la práctica de las peregrinaciones, al tiempo que hallamos una pléyade de predicadores de primer orden, como el valenciano Vicente Ferrer, Juan de Capistrano o el ya varias veces mencionado Savonarola. Finalmente, a lo largo del siglo XV no faltaron movimientos reformistas en el seno de la propia Iglesia, algunos iniciados ya en la segunda mitad del Trescientos, como el abanderado por Gerard Groote y Florencio Radewinjs, del que nacería la llamada “Devotio Moderna”, cuyo principal lema es la “Imitación de Cristo”, precisamente el título de la obra de Tomás de Kempis que ejemplifica el movimiento. Su acción la continuaron los “Hermanos de la Vida Común” o las “Compañías del Amor Divino”, llegando los afanes reformadores a los albores del XVI, como ya hemos visto, a las plumas de humanistas como Erasmo o Lefèvre d’Etaples. También existen atisbos de reforma institucional, plasmados en una sucesión de Concilios de escasa importancia hasta la celebración del tridentino, o en la fundación de Órdenes inmediatamente previas a Trento, como los Capuchinos o los Teatinos. 2. El protestantismo luterano El agustino Martín Lutero (1483-1546) es el protagonista principal de la Reforma protestante. Profesor de la Universidad de Wittemberg (Sajonia), se opuso a la práctica generalizada de la venta de indulgencias, proclamando públicamente sus postulados, a través de sus 95 tesis, el 31-X-1517. La inútil mediación del legado pontificio, Tomás de Vio, no sólo para que se retractara de su oposición a las indulgencias, sino también a otras ideas que ya había dado a conocer anteriormente, como la negación de la Comunidad de los Santos o la salvación por la fe es el paso previo a la acusación de herejía; así, la Iglesia le condena como tal en la bula Exsurge Domine (VI-1520), aduciendo como motivos su rechazo a la primacía romana y a la autoridad de los concilios, la afirmación del valor único de las Sagradas Escrituras como contenido de la fe, la negación de la tradición dogmática y la no creencia en la existencia del purgatorio. Definitivamente, el 3-I1521 León X expide la “Decet Romanum Pontificem”, por la que excomulga a nuestro personaje, situación no revocada por la Iglesia hasta 1999. En los territorios alemanes, especialmente en las universidades de Lovaina y Colonia, se abre el debate entre papistas y seguidores de Lutero, quien en estos meses da forma definitiva a su doctrina a través de la redacción de textos como el “Tratado sobre el Papado de Roma” –donde afirma la inutilidad del Pontificado y le niega toda autoridad-, el “Manifiesto a la nobleza cristiana de la nación alemana” –desarrollo de la teoría del sacerdocio universal, afirmación de la inteligibilidad de las Escrituras y defensa del libre examen-, “La cautividad babilónica de la Iglesia” –ataque al sistema sacramental, del que sólo admite el Bautismo, la Eucaristía y una Penitencia entendida más como consuelo espiritual que como perdón de los pecados- y “La libertad del cristiano”, nueva y durísima crítica contra el Papado. Con la protección de Federico de Sajonia, la causa del luteranismo es abrazada por muchos príncipes alemanes, como vía de oposición popular al centralismo católico impuesto por Carlos V. Intentos conciliadores y luchas enconadas conformarán una sucesión de episodios, que expondremos brevemente más adelante, y que pueden considerarse los primeros conflictos religiosos del XVI; al final del proceso, con la Dieta de Augsburgo de 1555 y su consagración del principio “cuius regio eius religione”, se sancionaba definitivamente, a pesar de la oposición de Pablo IV, la fragmentación del Cristianismo, siendo ya en ese momento el luteranismo una concepción cristiana totalmente consolidada. 3. El postluteranismo Sin embargo, la ruptura no quedó ahí; el triunfo del luteranismo en Alemania es el germen de una serie de corrientes, denominadas postluteranas, que asumen inicialmente principios luteranos como la teoría de la justificación por la fe, la consideración de la Sagrada Escritura como única fuente de revelación y autoridad y la ruptura con el Papado, pero que diferirán de aquél por las correcciones introducidas en las ideas originales y por diseñar un modelo de reforma más radical y, al mismo tiempo, más humanista que el luterano. Entre éstas, podemos destacar la encabezada por Zwinglio en Zurich, el movimiento anabaptista, el calvinismo y el anglicanismo. a) Uldrych Zwinglio (1484-1531) Discípulo del humanista Wölflin, completó su formación en Viena y Basilea, tras lo que se ordena sacerdote; después de un tiempo en el que ejerce labores de párroco, en 1518 ocupa el puesto de deán de la Colegiata de Zurich, sintiéndose atraído por la idea erasmista de la necesidad de una Iglesia primitiva y evangélica, desprovista de mediaciones y ritos; en 1521 comienza su enfrentamiento con Roma, discutiendo la abstinencia cuaresmal y, sobre todo, oponiéndose al celibato sacerdotal –él mismo llegó a casarse-, para después afirmar el valor de la Sagrada Escritura como referente único de las normas morales y de la fe. Sus postulados fueron radicalizándose, contando con el apoyo del Consejo de la ciudad: se suprimen las procesiones, los sacramentos, el culto a las imágenes, la liturgia de la Misa y los conventos de regulares; el movimiento se extendió a partir de 1526 a otros cantones –Constanza, Basilea, Berna y Saint Gall-, dividiendo al territorio suizo en dos bloques rivales que no tardaron en enfrentarse. En el curso de este conflicto se produce la batalla de Kappel (1531), en la que triunfaron los cantones católicos y en la que el mismo Zwinglio halló la muerte, lo que no paralizó la reforma en Zurich, pero sí que acabó alejándose del modelo diseñado por su creador. b) El anabaptismo Bajo este concepto globalizador se agrupan una serie de tendencias y movimientos espirituales de distintas características, que tienen en común su heterodoxia tanto frente al Catolicismo como al Luteranismo, algo lógico ante unas concepciones radicales que acabarían negando su sentido a la Iglesia, el Estado e, incluso, la sociedad civil. Su antecedente remoto se encuentra en el iluminismo medieval y su base teórica en el poder del Espíritu Santo, por el que los anabaptistas se sentían poseídos y elegidos a un mismo tiempo, elección proclamada en el rito del bautismo adulto. El anabaptismo fue una forma de vida igualitaria, un “anarquismo” de raíces mesiánicas que llevaba al rechazo de cualquier poder terrenal, el pacifismo y la desobediencia fiscal y política a las autoridades. Su origen lo hallamos en Suiza, pero pronto se extendió al Tirol, Suabia, Baviera, Bohemia, Moravia y Alsacia. Ya hemos hablado de su carácter plural; por ejemplo, los hutteristas tiroleses buscaban la materialización de sus ideas de amor y caridad en la supresión de la propiedad privada, mientras que otros defendían más un proyecto de transformación personal. Incluso no faltó algún iluminado apocalíptico, como Melchor Hoffmann, quien sintiéndose reencarnación del profeta Elías recorrió los Estados alemanes y los Países Bajos anunciando el fin del mundo y la venida de Cristo a la Tierra en el 1533, hasta que fue llevado a prisión en Estrasburgo, donde falleció. Discípulos suyos, como Haarlem Jean Mathijs y Juan de Leyden impusieron un régimen “comunista” muy severo en la ciudad de Münster entre 1534 y 1535, aunque la ejecución del segundo en 1536 puso fin a este anabaptismo fanatista. c) El calvinismo Juan Calvino (1509-1564) encarna la segunda generación de reformadores; graduado en artes y derecho por la universidad de Bourges en 1532, entró inmediatamente en contacto con los círculos reformistas parisinos, aunque acusado de distribuir textos ofensivos para los dogmas católicos hubo de huir a Basilea. En 1535 escribe su “Institución de la Religión Cristiana”, tratado teológico que refunde los propios contenidos bíblicos con las ideas de Lutero y de Zwinglio y en el que ofrece una doctrina clara y accesible para todos. El también reformador Guillermo Farel lo llama a Ginebra en 1536, aunque sus proyectos no cuajaron, residiendo en Estrasburgo hasta que en 1541 los ginebrinos lo llaman, aceptando las condiciones que impone en las “Ordenanzas eclesiásticas de la iglesia de Ginebra”, por las que ordena un culto, encabezado por él, cuyos servidores se dividen en pastores – predican la palabra y administran los sacramentos-, doctores – profesores de Sagrada Escritura-, presbíteros –ancianos responsables de vigilar la conducta de la comunidad- y diáconos, encargados de la asistencia social a enfermos y pobres. Se impuso en la ciudad un rigorismo fundamentalista, por el que todo lo monopolizaba la catequesis y la palabra de Dios y en el que nada podía quebrar la disciplina o la solidez de su dogma, so pena de condena por herejía y posterior ejecución (v.gr., el caso del médico español Miguel Servet). Los rasgos doctrinales del Calvinismo son: a) Primacía de la Sagrada Escritura y rechazo de toda tradición humana b) Justificación del hombre por la gracia divina c) La fe es un don de Dios, testimonio de la predestinación a la salvación, sólo alcanzable por voluntad divina, pues la inclinación del ser humano al pecado solo merecería la condenación eterna d) Admisión exclusiva de los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, que con el culto y la oración ayudan al hombre a una mejor vivencia de su fe, le consuelan y le hacen confiar en que Dios lo elegirá para la salvación. Aunque aplicada en Ginebra, esta doctrina pretendía ser de alcance universal, por lo que Calvino y sus discípulos apostaron por un fuerte proselitismo, extendiéndose a Centroeuropa tras la conversión en 1559 del Gran Elector Federico III y a territorios como Holanda o Francia (hugonotes), a pesar de la dura persecución que debió soportar. d) El anglicanismo En Inglaterra el deseo de reforma era similar al que se vivía en la Europa continental, tal y como evidenciaban las ideas de sus humanistas o las convulsiones religiosas vividas en el siglo XIV y dirigidas por John Wycliffe. Por otra parte, y a pesar del antiluteranismo de Enrique VIII, las ideas del de Eisleben se extendieron con fuerza por algunos círculos de intelectuales, especialmente en la universidad de Cambridge. Pero, sin embargo, el detonante del anglicanismo no guarda ninguna relación con estos anhelos reformistas, pues la ruptura con Roma se produce por la negación sistemática de Clemente VII para conceder al soberano la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón. Enrique, en prueba de rechazo, comenzó a dar los pasos para crear una Iglesia nacional, de la que él mismo sería cabeza visible; en mayo de1533 la invalidación del matrimonio regio y la validación del contraído con Ana Bolena por el arzobispo de Canterbury le ganan al monarca la excomunión, a la que responde con la aprobación por el Parlamento (XI-1534) del “Acta de Supremacía”, por la que el Tudor asume poderes religiosos como el gobierno de la Iglesia de Inglaterra, el derecho de excomunión y la persecución de las herejías. Las condenas a muerte de discrepantes como Thomas Moro o el obispo de Rochester, John Fisher, consolidan un proceso que Enrique pone en manos de los luteranos Cranmer y Thomas Cromwell; se confiscan y venden las tierras del clero, se cierran los monasterios y se suprimen las Órdenes religiosas, redactándose por el episcopado fiel al rey una confesión de fe, los “Diez Artículos” (1536), por los que se reducen los sacramentos a Bautismo, Penitencia y Comunión y se rechaza la mediación de los santos, aunque no su devoción. Desde 1538 las medidas se suavizaron, desoyéndose a los consejeros luteranos y retornando a la ortodoxia católica, por lo que cuando el soberano muere en 1547 el Anglicanismo es simplemente un cisma, un catolicismo independiente de Roma pero con los mismos contenidos doctrinales. Habrá que esperar al reinado de Isabel I (1558-1603) para que, tras la promulgación de la Ley de Supremacía de 1534, los protestantes rehabilitados doten al anglicanismo de contenidos dogmáticos propios, recogidos en los “Treinta y nueve artículos” (1563); son una síntesis de elementos doctrinales católicos –valor de las obras, mantenimiento de la estructura eclesiástica episcopal- con otros protestantes –afirmación de la Sagrada Escritura como norma suprema, Bautismo y Eucaristía como sacramentos, uso del inglés como lengua litúrgica, rechazo de los sufragios y las mediaciones, justificación por la fe-, manteniéndose al monarca en la jefatura de la Iglesia Anglicana. 4. La Contrarreforma Ante el avance del luteranismo, el papa Paulo III inicia la reforma de la Iglesia, a través de medidas como la creación de la Inquisición para evitar la propagación de las ideas protestantes, la reforma de la Curia, el intento de imponer la residencia a los obispos y, sobre todo, la convocatoria del Concilio de Trento en 1545. Muchos fueron los avatares por los que pasó el magno Sínodo, que incluso se trasladó a Bolonia en 1547,disolviéndose oficialmente dos años después; Julio III inauguró un nuevo período de sesiones (1551-1552) y Pío IV (1559-1566) una última etapa, que abarca de 1562 a la clausura del Concilio un año después. En sus decisiones se incluyó una clara definición de los principales problemas dogmáticos, fijándose los contenidos doctrinales, muy especialmente la transustanciación eucarística, y calificando a la Iglesia de “santa, universal y apostólica (...), inspirada por el Espíritu Santo y (...) infalible en materia de fe”. También afrontó la reforma del clero para desterrar los abusos patentes desde la Edad Media, regulándose la labor de obispos y párrocos, e impulsándose la mejor preparación de los sacerdotes a través de la erección de Seminarios diocesanos. De todos modos, estas decisiones no solucionaron la crisis de la Iglesia ante la extensión de la Reforma, de manera que el catolicismo sólo quedó firmemente afianzado en España, Portugal, Italia, Irlanda y la mayor parte de Polonia, siendo numerosos los territorios controlados por los protestantes y no pocos aquellos en los que corría serio peligro; pero sí está claro que antes de que finalizara la centuria el espíritu reformador conciliar y la aplicación de los decretos tridentinos por Pío V (1562-1572), con el que se concluye la edición del Catecismo, Gregorio XIII (1572-1585) y Sixto V (1585-1590) supusieron una gran renovación de la vida de la Iglesia: restauración del culto, reforma de la administración eclesiástica, organización de los colegios romanos para sacerdotes, reorganización de la Curia y distribución en su seno de los asuntos de gobierno, implantación de las Visitas “ad limina”, revisión de la Vulgata, etc. Este proceso renovador, impulsado como respuesta al Reformismo protestante, recibe el nombre de Contrarreforma, siendo su principal exponente la Compañía de Jesús, fundada por Ignacio López de Loyola (1491-1556) y confirmada por el Papado el 26-IX-1540. Rápidamente, estos “soldados de Cristo”, sujetos, además de por los votos tradicionales, por un cuarto de obediencia al Papa, gracias al impulso de su fundador y de miembros como Francisco Javier, Laínez, Salmerón o Francisco de Borja, se extendieron, fundando casas y colegios no sólo en Europa, sino también en Asia y América. Precisamente la fundación de colegios, primero como centros de formación de sus miembros y desde 1550 abiertos a alumnos externos y con derecho a otorgar grados académicos, la convirtieron en la primera gran institución educadora de la Iglesia en los tiempos modernos. Así, el combate contra el Protestantismo o la recuperación católica en Centroeuropa fueron competencia directa de la Compañía, convertida en el elemento más útil, junto con las decisiones tridentinas, para la reforma de la Iglesia Católica. 5. Enfrentamientos militares y guerra de religión Los principales conflictos por causas religiosas durante el siglo XVI son fundamentalmente la disputa de Carlos I con los príncipes luteranos germanos, las guerras entre católicos y hugonotes que asolan Francia durante la segunda mitad del siglo, los disturbios acaecidos en Inglaterra entre Isabel I y los católicos que apoyan el acceso al trono de María Estuardo, y la sublevación de los Países Bajos contra el dominio español. De los tres primeros nos ocupamos brevemente a continuación, dejando de considerar, por razones de tiempo, el último señalado, que por lo demás, se analiza convenientemente en otro lugar del temario. a) El problema alemán. Bien sabido es que el emperador Carlos se propuso fervientemente la defensa del Catolicismo frente al Luteranismo, aun a costa de enfrentarse a sus propios súbditos, que en numerosas ocasiones no dudaron en abrazar la nueva religión más por razones de oportunismo político que por verdadera conversión espiritual. Curiosamente en el momento de su nacimiento el Luteranismo creyó poder contar con el favor carolino, pero pronto se desengañó ante el caudillismo sobre el orbe católico que pretendía imponer el Habsburgo, quien convocó a Lutero a la Dieta de Worms (17-IV-1521); la negativa de éste le costó la condena de destierro, aunque fue acogido por uno de sus principales valedores, el elector Federico de Sajonia, en el castillo de Wüzburgo. Carlos, reclamado por sus obligaciones en España, dejó como regente en tierras alemanas a su hermano Fernando, quien no dudó en propiciar una vía negociadora, fracasada tanto en la Dieta de Spira (1529) como en la primera de Augsburgo, un año después, a la que acude el mismo emperador. La reunión no sólo no consigue el acercamiento entre las partes, sino que acaba con un Edicto imperial de condena del reformismo, al que responden sus seguidores con la constitución de la Liga de Esmalcalda, organización militar de los príncipes protestantes contra Carlos. Tras años de más o menos evidentes enfrentamientos en los que junto a la cuestión religiosa está en tela de juicio la constitución política de los Estados alemanes, la derrota en la batalla de Mühlberg (1547) supone un duro golpe para los luteranos, pero no su desaparición, buscándose una tregua transaccional con el Interim de Augsburgo (1548), en tanto que se esperaban las resoluciones tridentinas. Sin embargo, Mauricio de Sajonia, líder de los príncipes luteranos, convoca la segunda Dieta de Augsburgo (1555), en la que se acuerda la libertad religiosa de los Estados, pero no de sus súbditos, quienes debían seguir las creencias de su príncipe. Carlos V acabó aceptando esta resolución, firmándose la Paz de Augsburgo, sólo un año después de que el emperador abdicara en Bruselas, aceptando los nobles luteranos –prácticamente la mitad de los Estados siguieron este credo- el nombramiento como emperador de Fernando de Austria en la Dieta de Francfort (12-III-1558). b) Las guerras de religión en Francia Nacen de la difusión del Calvinismo y afecta a los mismos cimientos del Estado, convirtiéndose no sólo en una crisis religiosa, sino también política. En Francia los calvinistas resquebrajaron la unidad religiosa del Reino y pusieron en peligro su estabilidad interna cuando, en torno a ambas confesiones, se conforman dos bandos rivales, los hugonotes y los católicos. Francisco II favorecerá a los Guisa, intransigentes católicos que desean la erradicación del calvinismo, lo que provoca la reacción de los hugonotes encabezados por Luis de Borbón, instigador de la fracasada Conspiración de Amboise. En 1560 accede al trono Carlos IX (+1574), asumiendo la regencia su madre, Catalina de Médicis, quien procura la reconciliación entre ambas tendencias para lo que convoca el Coloquio de Poissy, primer paso, a pesar de la intransigencia protestante, para la promulgación del Edicto de Saint Germain de 1562, que permitía el culto calvinista extramuros de las ciudades, en el interior si era en domicilios particulares y se reconocía a los ministros de su culto. El Edicto de Saint Germain no satisfizo plenamente a ninguna de las dos partes. El 1-III-1562 los Guisa pasaron a la acción, provocando la matanza de Vassy. Así se inició la Primera Guerra de Religión. Los hugonotes se procuran la ayuda inglesa – entregan a Isabel I el puerto de Le Havre- y los católicos la de Felipe II; de todos modos, el equilibrio entre las partes favoreció la nueva mediación conciliadora de la Corona, culminada con la tregua fijada por el Edicto de Pacificación de Amboise (19-III1563). Una errónea interpretación por Luis de Borbón de los contactos mantenidos por la Regente con el embajador español, el duque de Alba, propiciaron un segundo estallido bélico, cuyo principal hecho de armas es la batalla de Saint Denis (1567), y que concluiría un año más tarde con la Paz de Longiumeau, que restablecía las cláusulas de Amboise. La situación seguía siendo quebradiza, rompiéndose una vez más por la inclinación de la Corona hacia la causa católica. Los triunfos realistas sobre los protestantes en Jarnac y Montcotour (1569) y la muerte de Luis de Borbón no acabaron con la resistencia de los hugonotes, quienes se hicieron fuertes en La Rochelle, acaudillados por Coligny y por Enrique de Borbón. La calma volvió con la Paz de Saint-Germain (1570), que permitió a los protestantes la libertad de culto y la posesión de varias plazas de seguridad. Un cambio importante se produjo con la asunción directa de las tareas de gobierno por Carlos IX, proclive a los hugonotes hasta el punto de encumbrar políticamente a Coligny. Para buscar una solución al conflicto religioso pactó el matrimonio entre Enrique de Borbón y Margarita de Valois, hermana del monarca. A la vez auspició una política antiespañola y proinglesa. Pero los católicos se alzaron ahora contra los protestantes –Noche de San Bartolomé, 24-VIII-1572-, preludio de matanzas en todo el país que obligaron a los hugonotes a refugiarse en sus posiciones de La Rochelle y Nimes, cercadas en la que se conoce como Cuarta guerra, situación mantenida hasta el Edicto de Boulogne de 1573, por el que se otorga una restringida libertad de culto y se admite la de conciencia. Enrique III (1575-1589) accedió al trono en un ambiente de confusión e inestabilidad. El soberano no sólo era contestado por la oposición protestante que encabezaba Enrique de Borbón, sino también por los católicos abanderados por su propio hermano, el duque de Anjou. Así estalló la Quinta guerra, que terminó con el triunfo protestante, la proclamación de la libertad religiosa y la recepción de ocho plazas de seguridad en la Paz de Monsieur (1576). La disconformidad católica con esta situación provocó la constitución de la Liga, acaudillada por Enrique de Guisa, que reinició las hostilidades en la imprecisa Sexta guerra, resuelta con la Paz de Bergerac y el Edicto de Poitiers (1577), que restringieron las cláusulas de Monsieur. De modo similar transcurrirá la Séptima guerra, tras la que las Paces de Nérac (1579) y de Fleix (1580) no alteraronn en nada la situación. A la muerte del duque de Anjou en 1584, la sucesión al trono recayó en el protestante Enrique de Borbón, hecho que volvió a internacionalizar las guerras de religión, con el telón de fondo del enfrentamiento entre España e Inglaterra. Así surgió la Octava guerra, denominada de “los Tres Enriques” –Enrique III, Enrique de Guisa y Enrique de Borbón-. El triunfo inicial protestante en la batalla de Coutas fue contrarrestado por los católicos de Vimory y Anneau (1587). Enrique III, temeroso del creciente poder del de Guisa, lo nombró Lugarteniente del Reino para más tarde, tras comprobar el escaso apoyo con el que contaba el católico en los Estados Generales reunidos en Blois, ordenar su muerte. Este hecho propició la excomunión del monarca por Sixto V y la sublevación general del Reino. El 1-VIII1589 el propio rey fue asesinado por un fraile, Jacques Clément, lo que dejó solo a Enrique de Borbón, quien accede al trono como Enrique IV (1589-1610) La legada al trono francés de Enrique de Borbón agravó el conflicto. Tropas españolas al mado de Alejandro Farnesio intervinieron en defensa de los católicos y amenazaron con ocupar París. Ante el acoso español, Enrique optó por la conversión al Catolicismo (Saint-Denis, 27-VII-1593), lo que aceleró el fin del conflicto. En febrero de 1594 fue coronado en Chartres, logrando posteriormente el levantamiento de la excomunión que pesaba sobre la Corona francesa y publicando finalmente el Edicto de Nantes (IV-1598), que ponía fin a las guerras de religión permitiendo un culto protestante restringido excepto en París o donde se ubicara la corte. Por último se firmó en Vervins (2-V1598) la paz que confirmaba la consolidación del proceso pacificador. c) Conflictos religiosos en Inglaterra Cuando Isabel I asumió la corona inglesa en 1558 se encontró con el rechazo de los católicos y el de los calvinistas intransigentes o puritanos, contrarios a la estructura episcopal de la Iglesia Anglicana. El restablecimiento del Acta de Supremacía en 1559 motivó una fuerte oposición católica, reafirmada cuando, tras la excomunión dictada por Pío V en 1570, la reina acrecentó la persecución contra los seguidores de la Iglesia romana. Éstos buscaron el apoyo español e instigaron para la sustitución de Isabel por María Estuardo, encarcelada por la soberana en 1568, lo que provocó la rebelión infructuosa de los católicos del Norte bajo la dirección del duque de Norfolk y del conde de Arundel. La situación se recrudeció años más tarde, cuando Isabel I hizo ejecutar a María Estuardo (II-1587) por su posible participación en la conspiración de Babington, que pretendía el asesinato de la reina; la fuerza de ésta se impuso con rigor, excepto en Irlanda, donde tras sucesivas revueltas se firmó en 1599 un acuerdo que reconocía la hegemonía católica en la isla.