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Joaquín Garrido Medina: “Corrección, comunicación e información”, en Idioma e información. La lengua española de la comunicación, Madrid, Síntesis, 1996, pp. 13-40 1.1. La corrección 1.1.1. El más uniforme de los usos Al escribir el primer párrafo de su 'Gramática de la lengua castellana' hace más de un siglo, el caraqueño Andrés Bello exponía en qué consiste hablar correctamente: es hablar "conforme al buen uso, que es el de la gente educada". La razón que da Bello a continuación (1847, pr.2) es que este uso es "el más uniforme" en los diferentes lugares en que se habla una lengua, "y por lo tanto el que hace que más fácil y generalmente se entienda lo que se dice". Esta es la clave de la corrección: hacerse entender por el mayor número de gente, conseguir que llegue a los receptores el pensamiento o el sentimiento que se quiere expresar con palabras. Y esta clave consiste en el uso sea lo más uniforme posible. ¿A qué problema hace frente esta búsqueda de uniformidad? Al fracaso de la comunicación que ejemplifica el desastre de Babel. La existencia de idiomas diferentes en un mismo lugar es un estorbo "a la difusión de las luces", en las ilustradas (y jacobinas) palabras de Bello, tomadas del prólogo a su gramática. Pero hoy día parecen soplar otros vientos. La lengua no solo sirve para hablar de la realidad y para establecer relaciones sociales con los interlocutores; como observó certeramente Karl Bühler (1934, pr.2), las palabras son también síntomas de quienes las usan. Y quienes tienen en su lengua peculiaridades que los distinguen de los demás insisten en ellas, se reconocen en esas diferencias. Más todavía si se trata no ya de variedades de una lengua sino de un idioma distinto: la lengua es seña de identidad. Hablar de uniformidad parece atentar contra la idiosincrasia de quienes prefieren ser diferentes. Sin embargo, la situación actual es que en ciertas esferas de la actividad humana toda la tierra constituye ese mismo lugar en que hay diferentes lenguas. Y, en el ámbito de nuestra lengua, España y América sobre todo son un espacio extenso pero único de intercambio en el que las interferencias lingüísticas son "estorbos a la difusión de las luces". Las lenguas necesitan uniformación, estandarización se llama ahora, como cualquier otro instrumento de intercambio internacional. Cuando se decide uniformar las pesas y medidas, hay que renunciar a esa parte de identidad que hace que en cada lugar se emplee la propia medida tradicional. A cambio, se gana en facilidad de trato con gentes de otros lugares. Al uniformar el tamaño del papel, pensemos en el ejemplo de DIN A4, aceptamos normas foráneas ('Deutsche Industrie-Norm', norma alemana de industria), y a cambio facilitamos no solo el manejo de documentos, sino también el comercio de papel. (¡Qué cómodo sería que todos los libros y revistas profesionales tuvieran el mismo formato!) Lo mismo ocurre en la lengua: uniformando el uso, ganamos en facilidad de intercambio. Como en el caso del papel, en que hay distintos tamaños en el formato DIN, y el A4 es solo uno de ellos, en el uso más uniforme hay posibilidades expresivas para todos los gustos, para todas las necesidades lingüísticas. No cuesta tanto aceptar usos diferentes de los propios si se hace en las esferas de actividad en que la uniformidad tiene sentido. Precisamente en las actividades de comunicación que caracterizan al periodismo se da este requisito de que lo fundamental no es manifestar la identidad particular (ser de tal pueblo, de tal región), sino hacerse entender por la comunidad más amplia posible de destinatarios. No hay, pues, que renunciar a la identidad: en los círculos familiares sigue teniendo sentido la diversidad, como también lo tiene en los casos en que hay que reflejar las situaciones locales, particulares: pensemos en los textos con sabor local. Se trata de tener en cuenta el fin con el que se usa la lengua: hay casos en que procede el uso más uniforme, y casos en que es obligado el color de lo particular. Del mismo modo, en el ejemplo de los libros y revistas, la uniformación del formato tendría sentido solo en su uso documental, como instrumentos profesionales, para facilitar su almacenamiento y acceso, pero no en los otros casos. Otro ejemplo: puede ser un rasgo muy típico del lugar tener una clavija propia para los aparatos eléctricos, una marca original de identidad, pero es de agradecer que en todos los sitios se pueda enchufar una máquina sin necesidad de adaptadores. Así pues, prefiramos el más uniforme de los usos, cuando se trate de hacerse entender por cualquiera. 1.1.2. Ventaja y desventaja de la variación En la versión española de la película de Billy Wilder 'Avanti', de 1972, un diplomático estadounidense recién llegado a Italia se expresa en estos términos sobre el hecho de que allí se hable italiano: En todo el mundo me pasa lo mismo: No me quejo de que los extranjeros hablen un idioma extranjero, pero sí debían hablar todos el mismo idioma extranjero. Dejemos ahora el 'debían', frente a 'deberían', del doblaje en español. El personaje de 'Avanti' quiere ser abierto de espíritu: comprende que los extranjeros hablen un idioma extranjero. Pero su tolerancia tiene un límite, por cierto muy estrecho: solo debería haber un idioma extranjero. Sin embargo, lo característico del lenguaje humano es la variedad: hay distintas maneras de decir las cosas, y, en el límite, esa diferencia lleva a que haya lenguas distintas, muchas lenguas distintas. La cuestión estriba en que una lengua está siempre cambiando: el resultado de siglos es que hay miles de lenguas diferentes, y que, en cada lengua, hay tantas variedades como comunidades diferenciadas de hablantes. Ni siquiera sabemos cuáles fueron las primeras lenguas; ya hemos dejado de pensar en una lengua madre de las demás. Se suele aceptar que el lenguaje es una característica de la especie humana: pensemos también que la variación lingüística lo es. Que se pueda decir algo de maneras diferentes, que se aborde la realidad en términos distintos, es una capacidad adaptativa del ser humano: podemos dar cuenta de realidades nuevas, y, lo que es todavía más interesante, podemos describir la misma realidad de manera nueva. Una lengua está continuamente adaptándose a la realidad en que se usa: está siempre cambiando. Es la propiedad de la variación. Por un lado, la lengua permite así hacer frente a la realidad, que aunque no cambie por sí misma se hace diferente al actuar los seres humanos cada vez con mayor control de los fenómenos físicos que nos rodean. Por otro lado, el cambio de la lengua va recogiendo las ideas, va atesorando el conocimiento que acumulan sus hablantes al enfrentarse a la realidad circundante. Es decir, la variación de una lengua tiene una función adaptativa, y al mismo tiempo va recogiendo las marcas de identidad del grupo que va sobreviviendo al adaptarse cada vez mejor, o por lo menos a la altura de los cambios que el propio grupo u otro grupo humano introduce en su entorno. Al mismo tiempo, diferencia al grupo de otros que, aun con lo misma lengua, han evolucionado en otra dirección. En cualquier sociedad hay evolución distinta de algunos de los grupos que la componen. Lo llamativo de la lengua es que, por su carácter de instrumento adaptado a la situación, va recogiendo esa diferenciación social. Y, en el límite, pierde su carácter de instrumento común de representación de información. Deja de ser común en la medida en que se adapta a evoluciones diferentes. La lengua es en esto parte fundamental de la cultura: cada lengua es parte de la herencia no biológica del ser humano, y, como la cultura en general, refleja y constituye la posición social del que la hereda en la comunidad en que la emplea. En conclusión, la variación lingüística, el cambio constante de la lengua, es una virtud, puesto que permite que los hablantes mejoren su conocimiento de la realidad en que viven, y se comuniquen entre sí mejor en ella. Su contrapartida es la variedad lingüística: en el lenguaje humano, hay diferentes lenguas; en cada lengua, hay distintas variedades. Así, se puede llegar a hablar de los países lingüísticamente más ricos del mundo (Moreno Cabrera 1990: 179), es decir, los países con mayor número de lenguas diferentes en su territorio. El país lingüísticamente más rico del mundo resulta ser Nueva Guinea Papúa. La variedad lingüística, positiva por lo que tiene de respuesta a las necesidades del uso, es por otra parte negativa, puesto que particulariza el instrumento de comunicación cuya virtud es ser común a quienes se quieren entender. En la variedad está el gusto, pero también el disgusto. 1.1.3. Diversidad lingüística e identidad La variedad lingüística es, pues, resultado de la adaptabilidad de la lengua a las necesidades de su uso. Sin embargo, a una misma necesidad se le pueden dar soluciones distintas: no siempre la diversidad de soluciones lingüísticas responde a problemas diferentes. Puede ocurrir que ni siquiera sean mejores unas soluciones que otras. Lo único necesario en este tipo de casos es una solución. Un ejemplo, léxico: si surge una actividad social, como la de dar conferencias, y existe la palabra 'conferencia', una solución es crear la palabra 'conferenciante'; otra solución es la palabra 'conferencista'. En otros términos, aunque la diversidad lingüística sea resultado de la variación, de la capacidad de cambio que es en sí provechosa, no siempre la diversidad lo es. En ocasiones sirve exclusivamente de marca de identidad. Recordemos que la identidad propia se construye sobre la existencia de alguien que es diferente: la identidad es diferencia. Lo esperable en un extranjero es que hable un idioma extranjero, piensa nuestro personaje. Es algo así como que si es diferente a mí, lo esperable es que hable una lengua diferente de la mía. Y cuando se quiere ser diferente, nada mejor que hablar otra lengua, o que acentuar las peculiaridades del modo en que se habla la misma lengua. Reconozcamos los casos en que la diferencia lingüística es exclusivamente seña de identidad, es decir, deseo de ser diferente del otro. Durante años se aceptó con entusiasmo la tesis del relativismo lingüístico defendida por Benjamin Lee Whorf (1939): la concepción del mundo de un pueblo como el hopí en los Estados Unidos, en Arizona, era diferente de la occidental en virtud de las peculiaridades de su lengua, con una estructura del tiempo radicalmente diferente de las lenguas occidentales. Pensamos y vemos la realidad según nos lo impone la lengua que hablamos, según la versión más comprometida de esta idea. Hoy sabemos algo más acerca de las relaciones entre lengua y conceptualización, entre lengua e identidad. No se da ese alto grado de determinación entre lengua empleada y manera de conocer la realidad: las diferencias entre las lenguas no corresponden necesariamente a diferencias en el pensamiento, en la estructuración del conocimiento, como ha mostrado Eric Lenneberg (1967, cap.8.5) al estudiar los fundamentos biológicos del lenguaje. Como cuenta Reddy (1979, 285), si fuese verdad la hipótesis de Whorf, sería por definición indemostrable: si dos seres humanos no solo hablaran lenguas radicalmente distintas, sino también concibieran y percibieran el mundo de manera diferente, estarían demasiado ocupados tirándose piedras y venablos uno al otro para poder sentarse y darse cuenta del hecho de su diferencia. La realidad parece ser justamente la contraria: precisamente como argumento de ser diferentes entre sí, hay grupos humanos con la misma lengua que insisten en que cada uno habla una lengua distinta, y la escribe con distinto alfabeto: para el serbo-croata, el latino en el caso de los croatas y el cirílico en el de los serbios; para el indostaní, el alfabeto nagari para el hindí de la India y el alfabeto árabe (en su adaptación al persa) para el urdú del Paquistán (véase el artículo de Henry Paolucci en Scaglione 1984, 209-231). A esta diferencia de alfabeto está ligada una historia diversa, principalmente religiosa en los casos mencionados: el alfabeto cirílico está ligado a la iglesia ortodoxa rusa, frente al latino de la católica; el alfabeto árabe naturalmente remite al Corán, frente a la tradición religiosa hindú relacionada con el otro alfabeto. Hasta tal punto es religiosa la influencia fundamental en las lenguas eslavas que Harvey Goldblatt, (en Scaglione 1984, 119-173) las clasifica en dos grupos, de la Eslavia romana frente a la Eslavia ortodoxa (véase Breva 1987.) Más que concebir el mundo de manera distinta en virtud de la lengua empleada, los grupos humanos van diferenciando sus lenguas según va transcurriendo su historia. En las lenguas va depositándose la trayectoria cultural, vital, de sus hablantes. Se comprueba así la función de la lengua en la construcción de la identidad social: la lengua es un tesoro de afectos, de arraigos. Desde el punto de vista personal, mantener la propia lengua o las peculiaridades dentro de una lengua hablada también por otro es conservar la propia identidad, es cultivar las raíces; pero imponerlas al otro las transforma de tesoro de afectos en arma de destrucción del otro, justamente al obligarle a aceptar unas peculiaridades que no son las suyas. Lo mismo ocurre entre diversas lenguas: mantener la propia es conservar la identidad, imponerla al otro es despojarle de la suya. La situación es más fácil dentro de una misma lengua, pues hay en ella esferas de comunicación adecuadas para lo exclusivamente propio y esferas para lo común, es decir, para el uso "más uniforme". 1.1.4. La lengua común El problema de estribar la corrección en el uso más uniforme es considerarlo ajeno. Es decir, creer que se trata del uso particular de otro. Pensemos en términos de emociones: "Patria es Humanidad". En casa, una variedad del español distinta a la nuestra puede resultarnos extraña y lejana de la nuestra; cuando nos la encontramos en un territorio verdaderamente extranjero, con una lengua desconocida para nosotros, ¡cuánto se agradece el español, sea la variedad que sea! Desde lejos las diferencias se hacen pequeñas, y resalta la enorme presencia de la lengua común. La solución a la diversidad dentro de la misma lengua, por tanto, es contribuir todos a esta labor de uniformación, considerar la lengua como obra de todos. Tenemos ejemplos ilustres: desde la coiné griega, común a todos los estados, hasta la lengua común alemana, "Gemeinsprache", tal como la denomina Hermann Paul (1880, pr.286), en vez de hablar de "alto alemán", expresión que colocaría a las otras variedades del alemán en un plano inferior. De este modo, en lugar de hablar de la lengua correcta como el uso propio o como el uso ajeno, pensemos en la lengua común: con este término, concebimos la corrección como uso más uniforme, que nos sirve para entendernos entre todos los que hablamos la misma lengua. Seamos también más tolerantes con las peculiaridades que no estorban el buen entendimiento: la lengua común, al ser patrimonio de todos, no lo es de nadie en exclusiva. Estas diferencias, al no ser obstáculo al conocimiento y al afecto, abren, horizontes intelectuales y emocionales. Instrumentos plurales de una identidad común, son las peculiaridades que, en lugar de sustituir o excluir, afianzan y enriquecen el uso más uniforme, el ideal de corrección, nuestra lengua común. 1.2. El uso comunicativo de la lengua 1.2.1. La metáfora ferroviaria: forma frente a contenido Para descubrir cuál es el uso apropiado de la lengua, necesitamos entender cómo funciona, para qué se usa la lengua. Recordemos las palabras de Bello (1847, prólogo): El uso no puede exponerse con exactitud y fidelidad sino analizando, desenvolviendo los principios verdaderos que lo dirigen. Es frecuente concebir la comunicación lingüística como un "circuito de la palabra", en la formulación clásica de Saussure (1916, Introducción, 3.3): los signos están unidos a conceptos, de modo que "un concepto dado desencadena en el cerebro una imagen acústica correspondiente", y la onda acústica que transmite el hablante da lugar a la misma imagen acústica, y al mismo concepto, en la mente del oyente. Para criticar esta idea de la comunicación se la llama metáfora de la tubería (Reddy 1979, 287) o del ferrocarril (Fauconnier 1980, 9). Se habla así del contenido de una expresión; y las palabras, encadenadas unas a otras como los vagones de un tren, llevan su carga de pensamientos y sentimientos. El hablante dispone los vagones en el tren del discurso, los carga de contenido, y los envía; el oyente los va recibiendo y descargando, va recuperando el contenido que se le ha enviado. Las palabras son, según esta manera de ver la comunicación, un canal, un conducto o tubería por donde fluyen las ideas. Si la lengua es un código en que cada expresión está asociada a un contenido, una forma del plano de la expresión asociada a una forma del plano del contenido, en términos de Hjelmslev (1943, cap.13), no habrá problemas de comunicación con tal de que se conozca el código. Y, por otra parte, será indiferente qué sustancia de la expresión se emplee, la de los sonidos o la de las letras. Lo normal será según este planteamiento que la comunicación tenga éxito; los fracasos son los casos extraños que habrá que explicar, probablemente por desconocimiento del código. Sin embargo, hay algo más que el código, como muestra el hecho de que puede fracasar la comunicación a pesar de que se conozca bien el código. Vamos a comprobarlo. A principios de 1991 hubo un fracaso en la comunicación, como leemos en el siguiente titular de prensa del día cinco de enero: "La distinta interpretación de un párrafo mal redactado mantiene una huelga en el metro". Se trataba de un acuerdo en el que se estipulaba: [...150.000 pesetas correspondientes a la revisión de niveles que se acordará para esta categoría [...] y que se llevarán a cabo durante los años 1990, 1991, 1992 y 1993 [...] Los conductores insistían en que la subida era anual, mientras la empresa defendía que la subida tendría lugar a lo largo de los cuatro años: la diferencia era de un orden de magnitud de uno a cuatro. En la redacción de la noticia aparece reflejada la concepción de que las palabras tienen un determinado contenido: La empresa estima que ese párrafo quiere decir que [...j. Los maquinistas insisten en que lo que el párrafo de manas dice es que [...]. Pero si las palabras dijeran cosas, ¿cómo explicaremos que puedan decir cosas distintas según quién las diga, o quién las oiga? Naturalmente viene a la memoria el conocido personaje de Lewis Carroll ('A través del espejo', 1871, cap. 6), según el cual las palabras quieren decir lo que decida quien mande sobre ellas: - Cuando yo uso una palabra, dijo Humpty Dumpty, en un tono bastante despreciativo, quiere decir solo lo que yo escojo que quiera decir -ni más, ni menos-. - La cuestión es, dijo Alicia, si tú puedes hacer que las palabras quieran decir tantas cosas diferentes. - La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién manda -eso es todo-. En el ejemplo, lo que quiere decir el párrafo en cuestión depende de quién tenga más fuerza en el conflicto salarial. En el párrafo hay una falta de concordancia: 'la revisión de niveles se llevarán a cabo'. Si la corregimos, sigue habiendo ambigüedad: 'cincuenta mil pesetas correspondientes a la revisión de niveles que se llevará a cabo durante los años 1990, 1991, 1992 y 1993'. La clave está en 'durante': indica un intervalo de tiempo, pero aquí no queda claro si el intervalo es de los cuatro años, con una subida total de cincuenta mil pesetas, o si hay cuatro intervalos de un año. En este segundo caso, el acuer- do determina que en el periodo del año se lleve a cabo la subida, y, como especifica cuatro años, hay cuatro subidas de cincuenta mil pesetas. En el ejemplo hay ambigüedad entre la interpretación acumulativa y la distributiva. Lo interesante del caso es que hay interpretación, es decir, que además de las palabras y su contenido están los interlocutores, que dan un cierto sentido a sus palabras, tanto si son hablantes como si son oyentes. En segundo lugar, en el ejemplo hay un error de concordancia: los hablantes pueden equivocarse. Para dar cuenta de estos hechos se suele distinguir entre los aspectos sociales, constantes, y las propiedades individuales, variables, de la lengua, por ejemplo con la distinción entre lengua y habla de Saussure (1916) o la de competencia y actuación de Chomsky (1965, cap.1): la primera, el conocimiento de un hablante-oyente ideal; la segunda, la actuación, la aplicación de este conocimiento a oraciones que resultan ser más o menos aceptables, entre otras cosas en la medida en que se entienden con mayor o menor facilidad. Más adelante, este influyente lingüista norteamericano distingue entre competencia gramatical y competencia pragmática (Chomsky 1980, cap.2 y 6), concibiendo la primera como el conocimiento sobre forma y significado, y la segunda como el conocimiento sobre el uso apropiado según los propósitos que se tengan; la competencia gramatical es, según Chomsky (1981, 2.1), un sistema mental, siendo la competencia pragmática otro sistema mental distinto, como lo son también el sistema conceptual y los sistemas de creencias, entre otros. El error de concordancia consiste en tener en cuenta la palabra 'niveles' en lugar de 'revisión', en 'la revisión de niveles', para el verbo de 'se llevarán a cabo': probablemente intervienen dos factores, la posición posterior, y más cercana en el tiempo, de 'niveles', y la existencia de varias palabras entre el sustantivo 'revisión' y el verbo 'llevarán'. La distancia consiste en cuatro grupos fónicos (las unidades de procesamiento del habla), todos más largos que el grupo promedio, que es el octosílabo: la revisión de niveles 1 234 5 678 que se acordará para esta categoría, 1 2 3 4 5 6 8 9 1011 121314 dentro del marco establecido 1 2 3 4 56 789 para todos los trabajadores de la empresa 12 3 4 5 6 78 910 11 13 1415 y que se llevarán a cabo 1 23456789 También puede contribuir al error el hecho de que 'llevarse a cabo la revisión' representa una matización de 'revisarse'; y con 'revisarse' se tendría que emplear 'los niveles', y el verbo iría en plural. Este error es el que se explica por los factores de funcionamiento de la memoria y posible falta de concentración de la persona que lo comete; pero la diferente interpretación del texto no es un asunto externo al modo en que se construye la expresión, es decir, no queda fuera de la gramática. 1.2.2, ¿Riqueza cultural o torre de Babel? Considerar que la lengua es asociación de formas y contenidos tiene consecuencias importantes, como observa Reddy (1979, 308) al proponer como alternativa el paradigma del fabricante de herramientas. La primera consecuencia es que parece que usar la lengua no requiere gran esfuerzo. En todo caso hay que aprender más palabras, y cada palabra es una asociación entre una forma y un contenido: no parece gran cosa. La segunda consecuencia es que, si es que hay que realizar algún esfuerzo, sobre todo lo tiene que hacer el emisor. Basta con encontrar las palabras necesarias. Las ideas quedan depositadas en ellas. Según esta concepción de la lengua, nuestra época es la que mejor mantiene la herencia cultural, puesto que tenemos más libros, más cintas, más discos, en que se es iflterjjretCiCttSfl ----nna forma no eá w S r5 ,onar da sn tCiO,.. fl iaforsr,ac,i.Sn trasitianoesnna flropiectacl intrínseca ae la e,.-press,n Sn vidual (4shly i9i 75). Cme es sabidc'. en cualquier sistema, un acto de comunicación requiere la existencia de más de una posibilidad Para usar aria expresión hay que ser capaces de tener en cuenta las alternativas que excluye. Cada palabra remite a una 22 almacenan las palabras, y por tanto, las ideas de nuestra cultura. En un lector de disco compacto que se lleva fácilmente en la mano, y con una capacidad equivalente a cien mil páginas de texto impreso, se puede leer ya un diccionario entero de sinónimos o de la lengua española. La experiencia cotidiana es muy diferente. Si no se sabe latín (como deploraba cierto dirigente estadounidense al dirigirse en inglés a un grupo de interlocutores "latinoamericanos"), de nada sirve un libro en latín, por muy interesante que sea. La metáfora del fabricante de herramientas consiste en ver la comunicación lingüística como una continua construcción; comunicarse mediante palabras supone un esfuerzo. Como señala Reddy, esta concepción está más de acuerdo que la otra con la relación que establece la segunda ley de la termodinámica entre información en sentido matemático y entropía: abandonadas a sí mismas, todas las formas de organización disminuyen con el paso del tiempo (véase Cherry 1957, 5.9). La comunicación supone un aumento de la organización, de la complejidad, que no puede suceder espontáneamente, por sí mismo: requiere gasto de energía. En los términos de Shannon y Weaver (1949, 48), el receptor realiza la operación inversa del emisor, "reconstruyendo el mensaje a partir de la señal". Como se reconoce en la crítica literaria, en la tradicional como en la estructuralista, en la teoría de la recepción como en la de la deconstrucción, hay una enorme labor de construcción tanto en quien habla como en quien oye, tanto en quien compone como en quien interpreta. Aunque se suele decir que en la lengua está representada la concepción de la forma y el contenido ("sus palabras están llenas de emoción"), también está recogida esta idea de la construcción comunicativa del sentido ("una lectura" es también "una interpretación"; "un sentido" es una dirección en que se emprende la construcción y la comprensión del texto). La concepción de la forma y el contenido puede llevarnos a suponer que cuantas más señales produzcamos y almacenemos en diversos medios, más ideas tendremos a nuestra disposición. Extraer las ideas a partir de las palabras emitidas o almacenadas no sería mayor problema. Sin embargo, la comunicación es construcción de conocimiento. Las palabras no están ligadas directamente a los conceptos ya hechos, sino que corresponden a operaciones que se aplican a los datos disponibles para calcular nuevos datos. Continuamente tenemos que poner a punto las palabras como instrumentos de procesamiento de información. Usar una palabra es parte de la operación de construir un texto, independientemente de que se trate de producirlo o de entenderlo. Del mismo modo que para leer una obra clásica latina hay que saber latín, para interpretar cualquier texto lingüístico hay que disponer de los conocimientos apropiados. Como observa Reddy (1979, 310), la única manera de mantener la cultura es prepararnos a reconstruirla, a cultivarla, para que el inacabable flujo de palabras no recree el mito de Babel en la forma de una torre de comunicaciones. 1.2.3. La comunicación es interpretación Efectivamente, en la lengua usada en la comunicación, una forma no está asociada sin más a un contenido, de modo que baste tener la expresión para disponer de su interpretación. La información transmitida no es una propiedad intrínseca de la expresión individual (Ashby 1956, 7.5). Como es sabido, en cualquier sistema, un acto de comunicación requiere la existencia de más de una posibilidad. Para usar una expresión hay que ser capaces de tener en cuenta las alternativas que excluye. Cada palabra remite a una estructura conceptual con aspectos que están representados por las otras palabras. Cuando hablamos de algo complejo, aunque empleemos pocas palabras, entra en juego mucha información. En realidad, según lo complejo que sea lo tratado así de complejo tendrá que ser el lenguaje empleado para tratarlo: no se trata de estilo enrevesado, sino simplemente de palabras que recojan la complejidad de lo que tratan. En términos cercanos al teorema de la variedad obligada o requerida de Ashby (1956, 11.7), cuanta mayor complejidad tenga que regular un mecanismo, más complejo tendrá que ser el sistema de comunicación empleado. Si la lengua es la misma, ¿cómo es posible que sea más o menos compleja? Hay un aspecto característico de la comunicación lingüística que hace variar la complejidad de lo que se dice. Consiste en que al intercambiar información, los interlocutores gestionan la información que consideran ya disponible de manera diferente de la que consideran nueva. En realidad, transmiten solo la información nueva y, además, algo que permita saber al interlocutor qué información dada tiene que emplear. Veamos un ejemplo (de la prensa diaria del 23 de diciembre de 1992), acerca del robo de unos cuadros: Las sospechas de los dueños y de la policía apuntan al mayordomo del matrimonio -un individuo de origen escandinavo-, que se despidió precipitadamente pocos días antes de que se advirtiera el robo. No hace falta decir que la causa de la sospecha es que se despidiera precipitadamente pocos días antes: a partir de los datos proporcionados y de los conocimientos generales acerca de cómo son los robos, el lector de esta noticia está obligado a deducir esta relación causal. En lugar de aparecer como información implícita, podía figurar explícitamente ('ya que se despidió'). Pero no hace falta: de manera general, la lengua funciona de manera que el hablante distribuye la información en explícita e implícita, le da a sus palabras -información explícita- una cierta interpretación -integración de la información explícita en la información contextual-. Al mismo tiempo, en la medida en que tiene éxito, obliga al interlocutor a entenderlas de ese modo, con esa interpretación. Los casos más triviales siguen esta pauta de gestión de la información. Si se dice 'Un pinchazo ha retrasado a Juan', se obliga a emplear la información adicional de que los pinchazos que retrasan a la gente son los de los neumáticos de los coches; pero si sabemos que Juan padece una enfermedad que le produce terribles pinchazos, podría tratarse de un ataque de esta enfermedad. En los dos casos, el hablante le da al texto una interpretación que requiere usar la información adicional que relacione el pinchazo con el retraso. Según qué tipo de información se añada, tendremos una u otra interpretación, es decir, uno u otro ejemplo de discurso. Un solo texto, unas mismas palabras, permiten dar cuenta así de realidades distintas, en virtud de la interpretación que le den quienes lo usan. Así pues, el texto, la secuencia de palabras empleada en un acto de comunicación, se construye sobre la base de la información contextual, la información disponible a la que necesariamente hay que acceder para interpretarlo. Tanto quien crea el texto como quien lo recibe tiene que darle una interpretación. Por eso no sirve tranquilizarse pensando en la gran cantidad de información que hay en hemerotecas y bibliotecas. Los textos solo son posibilidades, instrucciones de interpretación: para seguirlas hay que saber añadirles en la forma apropiada lo que aquí se ha llamado información contextual. 1.2.4. Tejer y volver a tejer: el éxito en la comunicación Fue Austin (1962, cap.2) quien observó que hablar puede salir mal: si no se dan ciertas circunstancias, no se realiza la acción que se pretende, por ejemplo al bautizar. Una vez metidos por este camino, tenemos que notar que la comunicación, en general, puede fallar: es posible que un texto se interprete de manera diferente a la que propone quien lo produce. Un texto es una secuencia dada de palabras, con una cierta información contextual necesaria. Cada texto está hecho para una determinada información adicional. En otros términos, ofrece una información que solo se obtiene si se dispone del marco en que hay que integrarla. En algunos casos se bloquea la obtención de información a partir del texto porque el oyente o lector no puede disponer de la información adicional que el texto exige. El hablante ha calculado mal. Una de las fuentes del humor es este tipo de malentendido entre hablante y oyente: - Me voy a trabajar a Santiago. - ¿De qué? - De Compostela. Ante la pregunta, el que se va a trabajar cree que lo único que no está definido es qué Santiago es (por ejemplo, de Chile, de Cuba, de Compostela). El oyente, y probablemente cualquiera, piensa que en la situación normal lo que no está disponible es la información acerca del tipo de trabajo; no saber eso presenta al personaje que habla como poco inteligente. Además, la pregunta con 'de qué' es apropiada tras 'trabajar' (pide respuestas del tipo 'trabajar de fontanero, de fotógrafo'), pero no para especificar cuál de las posibles ciudades es. Solo serviría como pregunta si no se hubiese oído bien el final de una expresión con la preposición: 'a Santiago de [ruido]'. Cada texto tiene la impronta del hablante pero también la del oyente. Nos engaña la situación en que el hablante se retira a un segundo plano, y se dirige a un oyente también desdibujado. Hablante y oyente, redactor y lector están presentes en la información contextual: uno calcula lo que sabe el otro, lo que le falta, y dónde tiene que encajar lo que le quiere comunicar. Los participantes en la comunicación, en este sentido, son depositarios de información; y el texto representa la que se añade a esa información ya existente. Pero con la información contextual ocurre que se oculta, que no aparece directamente. A la inversa, toda información representada en el texto, todo significado, solo se entiende en relación con la otra información de la que forma parte. En palabras de Hjelmslev (1943, cap.12, 70), "toda significación del signo surge en el contexto, entendiendo por tal un contexto situacional o un contexto explícito". Al usar la lengua, como al tejer, disponemos los hilos; pero la textura no está hecha solo de los que se ven, sino también de los otros hilos, los que ya tiene la otra persona que está usando la lengua al ir entendiendo las palabras usadas. Al comparar el texto con un tejido tenemos la tentación de pensar en que uno teje y el otro desteje; pero quienes usan la lengua hacen de Penélope diurna y nocturna a la vez: quien junta las palabras va descomponiendo los hilos del pensamiento para representarlos en palabras, y quien las va entendiendo va tejiendo de nuevo, entretejiendo los hilos verbales con los de las ideas que ya tiene. Usar las palabras, más que tejer y destejer, es un proceso de tejer quien las junta en un texto y de volver a tejer quien lo interpreta. La comunicación tiene éxito si la textura es la misma para las dos partes. L3. La información en la lengua 1.3.1. Las palabras como icebergs El tamaño de las palabras engaña a primera vista. Sus medidas parecen no cambiar, y sin embargo una parte suya está continuamente creciendo, aumentando la cantidad de información que se puede representar con ellas. Un procedimiento es especializarlas según con qué otras palabras aparezcan, es decir, de acuerdo con la información contextual que requieren. En el ejemplo anterior, el mayordomo que se despidió no dijo simplemente adiós: terminó su relación contractual con los dueños de la casa en que trabajaba. Así, 'despedir' tiene el significado de decir adiós ('Su padre le fue a despedir a la estación'), pero silos participantes son un jefe y un empleado, este adiós es especial: se le dice adiós como tal empleado. Como reflexivo, 'despedirse' es decir adiós quien se va. (Tenemos aquí un ejemplo más de cómo la información de una palabra depende de la de otras: 'despedir' es decir adiós quien se queda, algo que no habíamos necesitado tener en cuenta antes.) Y si se trata de un empleado, 'despedirse' es decidir abandonar el trabajo, decir un adiós definitivo a quien le emplea. Cuando 'despedirse' se une a palabras que designan relaciones laborales, la información representada alude al hecho de dar fin a la relación laboral; cuando está ligada a información de contactos de otro tipo, se trata de terminar ese contacto. Si juntamos 'despedir' con 'locomotora' y con 'humo', en 'la locomotora despide humo', no se trata de que una máquina de tren vaya diciendo adiós a los gases que suelta; ni las brasas dicen adiós al calor, cuando se dice que 'las brasas todavía despiden calor'. Según con el tipo de palabras con que se junte, la palabra 'despedir' sirve para describir situaciones muy diferentes: desde decir palabras de adiós, o acompañar a alguien al lugar desde donde sale de viaje, hasta echar de un empleo o soltar algo que se trata como si fuera una sustancia. Esta situación no es exclusiva de la palabra 'despedir'. Precisamente es general en el léxico de la lengua: las palabras forman una red organizada de tal manera que cada nudo cubre mucha más información, en virtud de sus relaciones con los otros. Así pues, las palabras, las unidades léxicas, son esquemas de tratamiento de información. Son programas. Pero también sirven de archivos, no porque transporten una carga de información, sino porque son etiquetas, nombres de conjuntos de datos. Pensemos en 'pescar': quien ha disfrutado de momentos muy placenteros los tiene a su disposición como recuerdos a que accede cuando usa este verbo. Y quien ha estudiado concienzudamente el correspondiente periodo histórico tiene a su disposición, al usar las palabras revolución francesa', mucha más información que la que parecen ofrecer las palabras 'revolución', cambio violento y radical en el poder político, y 'francesa', que ocurre en el país llamado Francia. Las unidades léxicas nos sirven para acceder a nuestro sistema conceptual; en la parte que no percibimos se esconde una enorme cantidad de información, como en los icebergs (o iceberes?; véase 8.6.3.) en que por encima de la línea de flotación aparece solo una pequeña parte de la masa de hielo. Quien no es consciente de la parte oculta puede chocarse e incluso hundirse al navegar por la información de las palabras. 1.3.2. Palabras y hechos En el texto sobre el robo de los cuadros (de 1.2.3), el sospechoso no era simplemente 'de origen escandinavo', sino 'un individuo de origen escandinavo'. Se le presentaba así como persona en sí misma sospechosa. Al comunicarnos, no solo necesitamos transmitir información sobre la realidad, sino también es importante, en última instancia para la supervivencia, nuestra valoración de esa información, es decir, información sobre la información, además de nuestra valoración de la relación con nuestro interlocutor. Son dimensiones de la información transmitida que recuerdan a las funciones observadas por Bühler (1934) de representación, expresión y apelación. Al llamarle 'individuo', transmite el autor del texto el dato de que comparte las sospechas de que habla: no es persona de fiar este mayordomo de origen escandinavo. Incluso en la función de representación de la realidad las palabras nos ofrecen pautas para organizarla. Nos las ofrecen o nos las imponen: si queremos hablar de una transacción, al escoger entre los verbos 'vender' y 'comprar' tenemos que decidir a quién considerar protagonista, al vendedor o al comprador. En la prensa diaria del 28 de marzo de 1992 apareció el siguiente titular: La dueña de un piso echa a seis marroquíes que le pagaban sin contrato. Las cosas no se quedan en representar mediante palabras un hecho. Al usar las palabras, se categoriza el fenómeno, es decir, se analiza. En este caso, hay que decidir quién tiene razón: al emplear la palabra 'echar', se le da la razón a quienes pasan a ser víctimas del desahucio. ¿Cómo es esto? ¿No 'echó' Jesús a los mercaderes del templo, con toda la razón? (Los actuales mercaderes defenderían su legítimo derecho a vender en el templo, por cierto.) El verbo 'echar', con el sentido de obligar a alguien a marcharse de un sitio, parece dejar las cosas en tres participantes, el lugar y las dos partes que intervienen, y, sin embargo, hay también en juego una razón: cuando se echa a alguien de un piso, se tiene un motivo. La palabra 'marroquí' hoy no solo representa la información de ser originario del país llamado Marruecos: también nos hace pensar en el dato de conocimiento general de que hay problemas de convivencia con los emigrantes marroquíes en España. Si quienes intervinieran fueran por ejemplo manchegos es poco probable que fueran descritos como tales: 'echa a seis manchegos'. En el texto no se dice, pero se sugiere que hay una relación entre ser marroquí en Madrid y ser echado del piso. Es un caso más en que hay tanta información en lo que se dice explícitamente como en lo que no se dice. Lo interesante de lo que no se dice es que se basa en la información a que remite la palabra 'marroquíes' y el hecho de que se use donde, de otra manera, no habría ningún motivo para hacerlo. A ello se añade el tipo de información que la acompaña (desahucio), y el resultado es mucha más información que simplemente la de la procedencia de las personas en cuestión. Las palabras no se limitan a reflejar la información acerca de los hechos: la reorganizan de modo que encaje en las pautas de estructuración que ofrecen. Diremos 'emigrantes' cuando hablemos de personas que dejan su hogar para mejorar su fortuna (que más que fortuna puede ser infortunio); diremos 'inmigrantes' para hablar de esas mismas personas, pero indicando que nos llegan de fuera. Identificamos los fenómenos de la realidad mediante propiedades prominentes; necesitamos dar cuenta de esas propiedades, y no de los fenómenos completos en su totalidad, para referirnos a ellos. Recordemos la distinción inicial entre 'comprar' y 'vender'; del mismo modo, el hecho del desahucio en el ejemplo podía haberse descrito como que 'La dueña de un piso prohíbe usarlo a seis marroquíes que le pagaban sin contrato'. En otros términos, las palabras ofrecen pero 26 también imponen sus propias formas de organizar la información acerca de los hechos; pero ellas no nos obligan a escoger unas u otras. Al mismo tiempo que nos imponen esquemas de estructuración de la información, se nos ofrecen como ayuda en la tarea de tratar la información. Las palabras se nos ofrecen como instrumentos de categorización de la realidad, es decir, sus imposiciones son herramientas de nuestra libertad como hablantes. Los términos se pueden invertir: quienes usamos las palabras podemos forzarlas para desviar la atención de lo que consideramos negativo, comprometedor. Estamos cerca del eufemismo, la sustitución de la palabra que se evita por malsonante, grosera, o por representar demasiado fielmente la realidad que no podemos evitar: 'prescindir de sus servicios', en lugar de 'despedir'; 'retrete', lugar para retirarse, en lugar de 'letrina'; etc. Sin llegar al eufemismo, en numerosas ocasiones se emplea una forma de la atenuación: se matiza, minimizando los aspectos negativos. Tomemos como ejemplo la cuestión de la variación lingüística. Toda actuación de uniformación tiene la contrapartida de suprimir lo individual, lo heterogéneo; en lugar de hablar de 'uniformidad', que resalta la ausencia de variaciones, con el peligro de la monotonía, se usa la palabra 'unificación'. Sin embargo, se está empleando la misma información, de eliminar diferencias: en un caso, 'uniformar', conseguir una misma forma; en otro, 'unificar', hacer de varios uno. El diccionario de María Moliner (1966) empieza remitiendo a 'uniformar' al definir 'unificar', es decir, los considera equivalentes. Sigue aclarando para la primera acepción que se trata de que "entre las cosas de cierta clase no haya diferencias en el aspecto que se trata"; define 'uniformar' como "hacer uniforme", y 'uniforme', primeramente, como "que no presenta variaciones o cambios en su conjunto o totalidad". Para la Academia (1992), 'uniformar' es "hacer uniformes dos o más cosas", y 'uniforme' es, dicho de dos o más cosas, "que tienen la misma forma"; la segunda acepción es "igual, conforme, semejante". Y la primera acepción de 'unificar' es "hacer de muchas cosas una o un todo, uniéndolas, mezclándolas o reduciéndolas a una misma especie". En resumidas cuentas, parece que estamos en lo mismo. Usar una u otra palabra no arregla las cosas de la realidad: se trata de eliminar diferencias. En este caso de la lengua, 'uniforme' puede resultar contraproducente porque lo uniforme se valore como monótono o poco creativo u original. Del mismo modo, y a la inversa, 'unificar' resulta atractivo por la idea de unión que supone la palabra. En realidad, lo que se persigue en el caso de la lengua es uniformar, limar diferencias que dificulten la inteligibilidad: más vale llamar a las cosas por su nombre. Dejar de usar una palabra porque sirva bien para dar cuenta de un hecho, demasiado bien, y preferir otra solo porque presente la situación de una manera edulcorada, es disfrazar las cosas con palabras. 1.3.3. Las palabras como disfraces 1.3.4. La realidad de las palabras También hay la posibilidad contraria: cambiar la realidad al cambiar las palabras. Muchas cosas nuestras son solo según las concibamos, según las definamos los seres humanos. Recordemos el caso de la lengua: al llamar a la lengua con los términos de lengua común en lugar de lengua uniforme cambia aquello de que estamos hablando. La actitud es diferente: más que uniformar por uniformar, se trata de mantener la lengua como algo que nos pertenece a todos. El resultado es también distinto: entre los usos, es preferible el más extendido, el más conocido por todos, precisamente por ser el más común. Y ciertos usos, aunque no sean los más extendidos, se guardan también por ser parte de la herencia común. En general, como las palabras suponen una determinada organización conceptual, en estos casos en que mediante ellas se constituye la realidad preferir una a otra hace concebir la realidad de manera diferente. Hay una interesante consecuencia: ante usos en conflicto de las palabras, para determinar cuál es el preferible podemos guiarnos por los respectivos efectos de tratamiento de información. Veamos un ejemplo. En una noticia sobre la lengua de los medios de comunicación (de la prensa diaria del 9 de octubre de 1992), tras mencionarse los libros de estilo como manuales "para unificar las formas de comunicar la información", se cita la declaración de una profesora que advierte del peligro de confundir "la unificación con uniformidad de estilo". ¿Qué dicen los propios libros de estilo? En el prólogo de la edición de 1990, el director de un diario nacional explica que el libro de estilo de ese periódico trata de "los condicionamientos metodológicos que uniforman lo que aparece escrito desde el punto de vista formal". Quien escribe que se uniforma lo escrito se ve en la necesidad de especificar que es "desde el punto de vista formal". ¿Es que no sabe que si lo que se uniforma es la forma, que solo se uniforma algo desde el punto de vista formal? Recordemos que un texto no intervienen solo las palabras que están, sino también las que podrían estar. Si se piensa que en la lengua hay forma y contenido (como en la metáfora de 1.2.1 del tren que carga ideas), se podrá uniformar el contenido: de ahíla necesidad de señalar que se trata de uniformar lo escrito desde el punto de vista "formal". Probablemente se alude a asuntos tipográficos, ortográficos, de ordenación de la información según su tipo, de uso de extranjerismos, etc. Tanto más cuando, más adelante, al dar normas generales, se tranquiliza al lector, al redactor del periódico, añadiendo que las normas no suponen "una escritura uniforme en todo el diario, puesto que son compatibles con la riqueza, la variedad y el estilo personal". (Por cierto, más vale llamarlas normas que "condicionamientos"; esta última palabra puede resultar ser un disfraz). Efectivamente, la uniformación hace frente a la variación, no a la variedad: al hecho de que una misma información se represente con expresiones diferentes ('uniformizar' frente a 'uniformar'). Tenemos una posible explicación de lo que se consideraría un simple error: 'uniformar desde el punto de vista formal'. Se quiere eliminar diferencias, pero destacando que son aspectos formales. Naturalmente, en un periódico el estilo es algo sustancial: recordemos esa cita acerca de la unificación, y no de la uniformidad de estilo. Sin embargo, el libro se llama 'de estilo'. De nuevo nos encontramos ante una realidad difícil de presentar: se trata de conseguir un mismo estilo, pero si la libertad de expresión es un derecho inalienable ¿cómo decir al redactor cómo debe escribir? La solución que se adopta es distinguir entre lo formal y lo sustancial. Así pues, lo que puede parecer un error lingüístico a algunos ('uniformar formalmente') es en realidad resultado de un cambio lingüístico: 'uniformar' se entiende ya sin el dato de la forma, únicamente como hacer igual, como eliminar diferencias o divergencias. En conclusión, el uso de las palabras siempre conlleva una cierta manera de ver las cosas de que se habla. Incluso los errores son en realidad otras maneras de entender las propias palabras, de modo que se usan de forma distinta. Quienes no las emplean así consideran este uso distinto como error. Palabras diferentes suponen maneras diferentes de ver las cosas. Unas veces esta relación entre palabra y realidad se aprovecha para disfrazar la realidad; en otras ocasiones las palabras sirven para crear la realidad, y es importante ser conscientes de las consecuencias de usar unas u otras palabras. Pero interviniendo en la lengua no se puede cambiar la realidad que existe al margen de las palabras: recordemos a Hayakawa. Proponía hace muchos años seguir el programa de Korzibsky de curar los males de la sociedad corrigiendo su lenguaje, y hace pocos años invirtió el sentido de su propuesta, pretendiendo evitar la existencia de la cultura hispánica, para él, probablemente, equivalente a curar la sociedad, restringiendo el uso del español: como senador de California consiguió hace poco tiempo que el inglés fuera declarado única lengua oficial del estado californiano. 1.4. La lengua como gramática 1.4.1. La lengua en uso: el papel de la sintaxis Al pensar en la lengua, se suele privilegiar un punto de vista: usar la lengua es construir frases combinando palabras. Efectivamente esto se hace, pero es otra cosa lo que se consigue con ello. Se cumplen distintos fines: al hablar establecemos una relación con el interlocutor; representamos hechos reales o imaginarios; y vamos distribuyendo la información, relacionando la disponible con la nueva, usando cierta información como base o apoyo de otra. En cierto modo, se trata de las tres funciones que observa Halliday (1970; 1975, cap.5, 105-106): interpersonal, ideativa y textual. Así pues, el aspecto de combinar las palabras, la sintaxis, es un medio para cumplir las funciones de la lengua. Vamos a comprobarlo: La población española envejece rápidamente por el escaso número de nacimientos. El primer dato es que no se trata solo de unir palabras una a una, sino que se forman grupos que son los que a su vez se combinan; por ejemplo, 'la población española' es uno de estos grupos o sintagmas; en cambio, 'española envejece' no forma grupo, es decir, sintagma. La relación sintáctica que primero llama la atención es la de sujeto y verbo. Se suele identificar el sujeto, 'la población española', por medio de la concordancia con el verbo, 'envejece': si lo cambiamos a plural, 'laS poblacioneS españolaS', el verbo también tendría que cambiar, 'envejeceN'. Esta coincidencia de número, la concordancia, sirve para marcar un grupo de palabras en que hay un nombre, un sintagma nominal, como sujeto. Pero la clave está en el verbo. Para representar conocimientos acerca de la realidad, el verbo permite distribuir como si dijéramos papeles entre los participantes, y destacar a uno en especial, que queda expresado como sujeto. En el ejemplo, hay dos participantes: la población y el número de nacimientos, quien experimenta el proceso, y quien lo causa; podría haber uno solo, la población, que experimentara el proceso. El verbo 'envejecer' permite expresar un solo participante, como sujeto solo, y dos participantes, como sujeto y complemento preposicional, o como objeto (también llamado complemento directo) y sujeto: La población española envejece. La población española envejece por el escaso número de nacimientos. El escaso número de nacimientos envejece a la población española. El sujeto puede expresar tanto el causante como el experimentador del proceso de envejecer. La clave está, por tanto, en el verbo 'envejecer'. Si tiene objeto, el objeto debe designar al experimentador, y el sujeto al causante (acepción causativa del verbo); si no hay objeto, el sujeto expresa el experimentador y puede haber un complemento de preposición 'por' que designe la causa. Otro ejemplo: con 'subir', si hay solo sujeto se trata de quien se desplaza; si hay un objeto que designe a una persona, la acepción es causativa ('María sube a Juan'), el sujeto designa al causante del desplazamiento, y quien se desplaza es la persona designada por el objeto. Comprobamos así que lo importante del sujeto no es su marca distintiva, la concordancia con el verbo. Creer esto sería análogo a pensar que ser oficial del ejército, por ejemplo, consiste en llevar unos galones: son solo la marca distintiva de un rango que consiste en muchas más cosas. Del mismo modo, la concordancia con el verbo distingue al sujeto, es su marca; pero ser sujeto de un verbo consiste en representar un participante destacado de la acción o estado correspondiente. Este participante, como acabamos de ver, puede ser el causante del proceso (el agente), puede ser quien experimenta el proceso (el experimentador), o puede ser quien es objeto de la acción (el paciente). De paso podemos observar la razón de ser de la preposición 'a' en el objeto (o complemento directo): 'María sube la grúa', pero 'La grúa sube a María'. Cuando se describe una acción y un participante es una persona y el otro una cosa, lo menos señalado y lo que no hace falta marcar (lo no marcado) es que la persona sea agente y la cosa paciente de la acción. Por eso, en el orden normal, no hay marcas: 'María sube la grúa'. El caso marcado es aquel en que las palabras que designan a la persona no son el sujeto; por eso hay que marcarlas como objeto. De este modo, hay mejores y peores ejemplos de sujeto: el sujeto prototípico (según idea de Keenan 1976) corresponde a un agente, humano, que realiza una acción sobre un paciente, inanimado. Entonces no hace falta marcar el objeto en español. La estructura de sujeto y verbo cumple así la misión de representar conocimientos acerca de la realidad. Al mismo tiempo contribuye a organizar la información representada en dos tipos, tema y comentario (también llamado rema o tesis; véase por ejemplo Comrie 1981, 3.2; Contreras 1976, 1.2; Hernanz y Brucart 1987, 3.4; Reyes 1985). Los términos de Bally (1944, pr.61) son tema y propósito ['propos' en francés también tiene el sentido de "lo dicho, frase dicha"]. El propósito es según Bally "el objetivo, el fin del enunciado, lo que se propone; se enuncia con ocasión de otra cosa que le sirve de base, de sustrato, de motivo: el tema". Observemos esta distinción en un ejemplo (adaptado de la prensa extremeña del 16 de julio de 1992): La población española envejece rápidamente por el escaso número de nacimientos. El envejecimiento se debe también al alargamiento de la vida de los ancianos. En la segunda oración se parte de la información que se ha introducido en la primera: 'el envejecimiento' representa la información que sirve de soporte a la que se introduce, representada por 'se debe también al alargamiento de la vida de los ancianos'. De la combinación de tema y comentario surge la información nueva. Normalmente, el sujeto en primera posición expresa el tema, y el resto de la oración el comentario, como en la primera oración: 'la población española', tema, y 'envejece rápidamente por el escaso número de nacimientos', comentario. Pero hay casos en que el sujeto no expresa el tema; y en las construcciones presentativas, el orden normal es del de verbo y sujeto: En España envejece rápidamente la población. Llegaron las fiestas. Es algo así como que lo que ocurre en España (tema) es que la población envejece rápidamente (comentario); en la segunda, que lo que llegó (tema) es las fiestas (comentario). Esta distribución de la información entre tema y comentario es central para la comunicación, para ir apoyando lo que vamos diciendo en lo que ya se ha dicho o en lo que consideramos disponible. Como vemos, la distribución entre tema y comentario tiene que ver con el orden de palabras en la oración y por tanto con la estructura de sujeto y verbo. ¿Qué relación se establece entre hablante y oyente? Precisamente la que pasa desapercibida por no tener ninguna señal especial: la función de decir algo al interlocutor. Se trata de una oración de modalidad declarativa. Otra cosa sería ordenar algo o preguntar algo al interlocutor, o expresarle un deseo: ¡Envejece rápidamente, población española! ¿Por qué envejece la población española? ¡Ojalá envejeciera la población española! En las oraciones de modalidad imperativa, el sujeto designa al interlocutor (la prueba está en los casos de verbo reflexivo, como '¡Siéntate!), y, si queremos llamarle algo, usamos un vocativo ('población española', en el ejemplo). Para entender cómo se usa la lengua, por tanto, es mejor tener en cuenta esta multiplicidad de funciones que tienen las relaciones entre las palabras. Es frecuente proponer diferentes niveles, o todo lo más puntos de vista, como los de Hagège (1985, cap.9): el morfosintáctico sería el del sujeto y predicado, el semántico-referencial el del agente y paciente, o experimentador y causa; y el punto de vista enunciativo-jerárquico el de tema y comentario (es decir, de jerarquización de la información en la enunciación). En su lugar, vamos a considerar la sintaxis (incluyendo en ella las marcas de las palabras, por ejemplo el singular o el plural, es decir, incluyendo la morfología flexiva) como un conjunto de señales de tres tipos de información: sobre la realidad representada (agente frente a paciente), acerca de la relación entre los interlocutores (imperativo frente a declarativo), y acerca de la gestión de la información en el texto (tema frente a comentario). Como vemos, la estructura de sujeto y verbo no sirve para representar una sola cosa. Y esto es característico de la sintaxis en general: una misma propiedad sintáctica sirve para representar diferentes tipos de información. Incluso una misma propiedad morfológica, como el singular o el plural, sirve para representar diversas informaciones, como el número de elementos en juego o por ejemplo la concordancia, que a su vez es señal de otras propiedades. El procedimiento para que una marca pueda representar varios datos consiste en tener en cuenta una información adicional: por ejemplo, si el verbo es de número singular, teniendo en cuenta el número del sintagma nominal nos permite representar la relación de sujeto y verbo. O, en el caso de 'la población envejece', al añadirle la información contextual de que hay pocos nacimientos (y, más adelante, pocas muertes), entendemos que es la distribución de edades lo que está en juego, de manera que 'envejecer' quiere decir que haya menos jóvenes y más viejos; de otro modo, 'envejecer' se entiende como que todos los españoles somos más viejos, en este ejemplo, además, rápidamente. Usar la lengua es también producir u oír ciertos sonidos, y, sobre todo, darles sentido. Los sonidos son instrumentales: sirven para constituir las palabras, pero no son en sí mismos signos con sentido. Así pues, lo importante de los fonemas, de las consonantes y vocales, es que se distingan unos de otros. Hay dos aspectos de esta necesidad de distinción. El primero es que las distinciones son naturales: del mismo modo que el lenguaje es natural en el ser humano (pero no las lenguas, que son accidentes o consecuencias de la historia), los rasgos que diferencian los sonidos son específicos de la especie humana. Nacemos sabiendo distinguir una consonante sorda de una sonora, por ejemplo. (Recordemos que se trata de que la consonante se articule haciendo vibrar las cuerdas vocales, en el caso de la sonora, o sin que vibren, en la sorda.) El segundo aspecto de la necesidad de distinción es que lo importante es distinguir unos sonidos de otros, para que puedan cumplir su función de distinguir unas palabras de otras. La consecuencia es que no hay unos sonidos mejores que otros. Una lengua no es mejor ni peor por tener o por no tener una determinada consonante, por ejemplo. Si los rasgos de los sonidos son naturales, ¿cómo es que en unas lenguas hay unas consonantes que no hay en otras, o unas vocales distintas de otras? De nuevo nos encontramos ante la variación. El ser humano dispone de un inventario de rasgos, cuya combinación da lugar a diferentes consonantes y vocales. A medida que aprende la lengua materna, va practicando el uso de unos y descartando otros. Por eso, aunque nacemos sabiendo distinguir, por ejemplo, una ese sorda de una ese sonora, una vez que hablamos español nos es difícil distinguirlas. En español, la ese es sorda normalmente, y es sonora cuando está al final de sílaba y va seguida de una consonante sonora (cf. Navarro Tomás 1932, pr. 107): son sordas las dos en 'los tomos', mientras que en 'los datos' es sonora la primera por ir seguida de una consonante sonora, la de, y sigue siendo sorda la segunda. Nos es difícil entonces diferenciar, por ejemplo, las dos eses del inglés: 'zap' (que se puede traducir por moverse rápidamente, también por atacar o destruir; hay otro sentido, traducible como energía, vitalidad) frente a 'sap' (savia, pero también debilitar o destruir a lo largo del tiempo). En español, la diferencia solo sirve para facilitar la pronunciación: nos preparamos para pronunciar la consonante sonora que sigue, y empezamos ya con la ese a hacer vibrar las cuerdas vocales. En inglés, la diferencia tiene función distintiva: sirve para marcar una palabra frente a otra. En la misma lengua española hay diferencias regionales, de origen histórico. En la consonante ese encontramos un sonido pronunciado usando el ápice de la lengua, la llamada ese apical, frente a una consonante ese articulada con el predorso de la lengua, la ese predorsal, o, para simplificar, dorsal. Además, la apical se suele articular en contacto con los alveolos de los incisivos superiores, por lo que se denomina ápico-alveolar o simplemente alveolar; la dorsal se suele articular en contacto con la cara posterior de los dientes superiores, por lo que es predorso-dental o simplemente dental. La ese apical o alveolar es característica de Castilla; la dorsal es típica de la mayor parte de Andalucía, de Canarias, de América. Una no es mejor que otra: simplemente, al cambiar el conjunto de las consonantes del español antiguo, en un largo proceso que culminó a fines del siglo XVI y principios del XVII, en una región la ese es apical y en la otra dorsal. Ambas sirven para cumplir su cometido. Por cierto que hay lenguas en que la distinción entre consonante apical y consonante dorsal sirve para marcar palabras diferentes, como en vasco (cf. Michelena 1977, 14.1), que tiene dos parejas de consonantes que se distinguen así: 'has¡', 'empezar', con ese apical, frente a 'haz¡', 'semilla', con ese dorsal; 'atso', 'vieja', con apical, frente a 'atzo', 'ayer', con dorsal (recordemos que aunque haya dos letras en 'ts' o 'tz', en cada caso se trata de un dígrafo, es decir, de la grafía de una sola consonante, que es africada, compuesta de una oclusión seguida de una fricación). Lo más frecuente en las lenguas, precisamente, es que si hay una sola consonante ese, sea dorsal, por ejemplo en francés, inglés, alemán, etc. (Asunto distinto es que esta ese sea además sonora o sorda, es decir, con vibración de las cuerdas vocales o sin ella.) La conclusión que podemos extraer de estas observaciones es que en la lengua los sonidos son el material fundamental, sean distintivos (es decir, fonemas) o no lo sean (es decir, si son variantes de los fonemas, denominadas alófonos). De ahí la importancia en la gramática de la fonética y, especialmente, la fonética distintiva (funcional, la llaman Brosnahan y Malmberg 1970), frecuentemente llamada fonología. Por la influencia de la palabra escrita, en ocasiones se olvida que los sonidos no son solo consonantes y vocales: está por encima de todo la entonación y el ritmo. Un mismo texto cambia según el arte con que se declame: pensemos en una oración, en un poema, en un discurso. Además, la entonación es la principal marca distintiva del tipo de oración, declarativa, interrogativa, imperativa, exclamativa. Los tipos de oración expresan la relación que establece el hablante con el oyente: le comunica algo sin más, le pide información o le ordena algo, le expresa sus emociones... La entonación es, pues, una marca de la modalidad de la oración. Además, la curva melódica sirve para destacar una información sobre otras; para representar por escrito la parte realzada usaremos mayúsculas: La población española envejece RÁPIDAMENTE. Si ponemos especial énfasis en la palabra 'rápidamente', damos a entender que suponemos que el resto de la información está ya disponible y aceptada por el interlocutor, y destacamos que el hecho tiene lugar con velocidad, frente a otras posibilidades, que se expresarían mediante palabras como 'lentamente', 'a ritmo normal', etc. Es decir, en el marco o fondo de que la población envejece, ponemos el foco en el hecho de que el proceso se desarrolla a gran velocidad. La entonación sirve para marcar el foco frente al fondo. La población ESPAÑOLA envejece rápidamente. Esta vez el foco es 'española': aceptando que la población en general envejece rápidamente, realzamos el dato que es la española la que lo hace, frente a la suposición de que fuera otra, o de que la española no lo hiciera. Veamos una tercera función de la entonación. Al hablar, necesitamos hacer pausas para respirar y, en muchas ocasiones, para pensar cómo seguir. Desde el punto de vista de los sonidos, hablamos juntando las palabras en grupos fónicos (también llamados grupos melódicos). El grupo fónico siempre corresponde a una unidad sintáctica. Se caracteriza por una sílaba tónica al final, que sirve de indicativo de que termina el grupo. La longitud media del grupo fónico en español es de ocho sílabas (por eso el octosílabo es tan frecuente en la poesía). En consecuencia, si la oración es breve ocupa un solo grupo único; si es larga, se corta en varios grupos. Pero no se puede cortar en cualquier parte: hay que hacer coincidir el corte con una frontera entre unidades, entre los grupos de palabras que llamamos sintagmas: La población española / envejece rápidamente / por el escaso número de nacimientos. El primer grupo fónico tiene ocho sílabas, el segundo nueve, y el tercero trece. Hablando más rápidamente se podría decir esa oración en dos grupos fónicos, uno de diecisiete sílabas y otro de trece. También se podría decir en cuatro grupos fónicos, de ocho, nueve, ocho y cinco sílabas, respectivamente. ¿Hablamos en verso? ¿Cantamos? En realidad, la poesía y la canción son resultado de aprovechar sistemáticamente estas cualidades de la comunicación lingüística: distribuimos las palabras en grupos fónicos, a su vez en sílabas tónicas y átonas, y damos una melodía a cada grupo. La división en grupos fónicos tiene la particularidad de que constituimos así paquetes de información. Por eso no podemos cortar la oración por lugares que desbaraten el sentido. Si cortamos por una frontera sintáctica, como en el ejemplo anterior, el interlocutor no ve problema en ello, ya que le indicamos que ha terminado un paquete de información y que luego vendrá otro. Por cierto que indicamos este carácter inacabado mediante entonación final ascendente (es decir, tono más agudo); mientras que el tono descendente señala que el grupo fónico es el último de la oración. Por tanto, no podemos dar otra entonación a los grupos fónicos que no sean final de oración: si lo hacemos alguna vez, desorientamos al interlocutor; si lo hacemos siempre, producimos ese tonillo de ciertos locutores que tanto molesta a algunos. Como los grupos fónicos corresponden a paquetes de información, desde el punto de vista sintáctico son sintagmas (u oraciones enteras). Si interrumpimos la enunciación en un punto que no es frontera sintáctica, es decir, si cortamos por la mitad un sintagma, el interlocutor lo interpreta como duda, como falta de fluidez. En la escritura se suele representar mediante puntos suspensivos: La / población española / envejece rápidamente por el / escaso número de / nacimientos. La ... población española ... envejece rápidamente por el ... escaso número de nacimientos. Así pues, la entonación está relacionada con el sentido. Sirve de marca de modalidad, de marca de foco (o énfasis), y, sobre todo, es indispensable en la enunciación, para distribuir las palabras en grupos fónicos que corresponden a sintagmas. Además, desde el punto de vista acústico la idea común de que añadimos acento a las palabras y entonación a las frases es errónea: la intensidad, la percepción de la energía con que se produce el sonido, y la entonación, la percepción de la sucesión de tonos diferentes, corresponden a propiedades básicas de la onda acústica. El fenómeno ocurre al revés: a una determinada pauta de intensidad y tono le añadimos una configuración de formantes: filtramos en el conducto vocal (boca y fosas nasales) la onda que producimos en la glotis. En otros términos, a la curva melódica le añadimos la secuencia de fonemas, consonantes y vocales. Podemos cantar sin palabras pero no podemos hablar sin entonación. Además, al aprender la lengua materna, el niño es capaz de entender las pautas de entonación antes que las palabras. También cuando las palabras no coinciden con la entonación nos fiamos más de la entonación. En resumen, la entonación es un instrumento poderoso de construcción del sentido. También la entonación forma parte de la fonética (y fonología) de la lengua; y nos planteamos su corrección en la ortología, sea en cuanto a la pronunciación de las consonantes y las vocales, sea en la acentuación o en la entonación. 1.4.3. Palabras e ideas: el papel de la semántica Usar la lengua es combinar palabras; hemos visto que al mismo tiempo se combinan ideas. La semántica de la lengua no está solo en los significados de las propias palabras; también está en el modo en que se combinan: El dedo apretó el gatillo. El gatillo apretó el dedo. Aquí el orden de palabras es la marca de las funciones sintácticas: el primer sintagma es el sujeto, el segundo el objeto. Con un verbo de acción como 'apretar', el sujeto corresponde al agente, el objeto al paciente de la acción. La lengua nos obliga a describir la acción en términos de un agente y un paciente; pero no nos impone la identidad de cada uno. Sirve así para muchos casos, muchos hechos diferentes. Hay una tercera posibilidad: construir los hechos con un participante adicional, un agente humano (frente a uno que fuera solo animado, es decir, ser vivo, o frente a uno que fuera inanimado, es decir, cosa). Necesitamos entonces una preposición, 'con' (valdrían otras expresiones, como la locución 'por medio de', o el sintagma de gerundio 'sirviéndose de ...'): El delincuente apretó el gatillo con el dedo. A cada estructura sintáctica le corresponde una estructura semántica. Agente, objeto e instrumento son tipos de participantes en el hecho descrito. Antes de seguir, conviene distinguir dos aspectos del significado. En primer lugar está la referencia. Nos parece que al usar la lengua estamos hablando directamente de personas o de cosas: en realidad estamos hablando de nuestros conceptos acerca de personas o de cosas. Podemos hablar de la misma persona de la realidad empleando unos conocimientos u otros acerca de ella. Podemos decir 'el delincuente', pero también 'el autor del disparo': sabemos que hablamos de la misma persona si sabemos que quien es delincuente también hizo el disparo. Así que por un lado tenemos la referencia, el referirse a conocimientos determinados acerca de la realidad, y por otro lado lo que Frege (1892) llamó sentido, la información que nos permite llegar a saber de quién estamos hablando. La referencia puede ser la misma siendo distinto el sentido, por ejemplo el de 'delincuente' frente al de 'autor del disparo'. En el caso de un verbo, la descripción del hecho, el tipo de hecho, es el sentido; la referencia solo se consigue cuando el verbo está conjugado, y se sitúa el hecho en el tiempo, y cuando se añaden el sujeto y los complementos necesarios para que el hecho quede identificado. Podíamos incluso considerar como sentido del verbo el de la expresión 'apretó con el dedo', como si hubiera, dentro del tipo de acción descrito mediante 'apretar', varios subtipos, por ejemplo 'apretar con el dedo', 'apretar con un destornillador', etc. El primer subtipo sería análogo al de 'pulsar', el segundo al de 'atornillar'. Quedarían así dos participantes también en el ejemplo de 'El delincuente apretó el gatillo con el dedo'. En el caso de una oración declarativa la referencia es así un hecho de la realidad, o, más exactamente, el dato de un hecho concreto de la realidad; el sentido es la descripción del hecho. Ya hemos visto que 'vender' y 'comprar', de sentido distinto, permiten referirse al mismo hecho. Si formamos una oración declarativa como 'María vendió el loro a Juan', nuestro dato de la compraventa en cuestión es el referente de la oración; la descripción como venta es el sentido de la oración. La realidad de las palabras es que empleamos solo una parte de su sentido para construir la referencia; la mayor parte del sentido de las palabras nos sirve para construir valoraciones, y para integrar ese dato en el conjunto de conocimientos de nuestra memoria. Por ejemplo, al hablar de alguien usando la palabra 'delincuente' nos servimos de la información de que comete delitos para poder saber de quién estamos hablando; pero también nos sirve para relacionar la información con otras, que pueden ser evaluativas (ser delincuente es algo malo) o simplemente para resumir mediante 'delincuente' muchísima información: 'delincuente' nos lleva a la idea de delito, y esta a la de juez, a la de cárcel, a la de víctima, etc., de manera que todas estas ideas están relacionadas entre sí y constituyen un bloque organizado de conocimientos, un esquema cognoscitivo. No conviene quedarse con la impresión de que es inventado el ejemplo del gatillo que aprieta el dedo: se trata del titular de una noticia breve de la prensa diaria del 18 de febrero de 1992. El cuerpo de la noticia explicaba la situación: Según el fallo, el autor del disparo, Sebastián Barbosa, no apretó el gatillo con su dedo sino que fue el gatillo el que apretó el dedo. La sentencia explica que cuando Barbosa fue a coger el dinero de la caja registradora, se inclinó hacia adelante por lo que la pistola "por su propio peso" se deslizó en el mismo sentido, "lo que conlleva que el gatillo presione al dedo y no a la inversa". Por cierto que tenemos aquí un caso propicio para explicar la difusión de la preposición 'a' como marca de objeto: como sería de esperar que fuera el dedo y no el gatillo el agente, se estima necesario indicar que el dedo es el paciente, y se marca el sintagma 'el dedo' con la preposición: El ejemplo del gatillo que aprieta al dedo. Hay que tener en cuenta que el orden de palabras puede no ser suficiente como marca de relaciones sintácticas: es posible un sujeto pospuesto y un objeto antepuesto, sin marcas. Se trata de casos en que el sentido impone quién es el agente y quién el paciente; en términos más precisos, lo que nos hace inferir esta relación es el correspondiente esquema cognoscitivo, el bloque estructurado de conocimientos al respecto: El ejemplo del paisaje que reproduce la fotografía. El ejemplo de la risa que repite el eco. Sabemos que son las fotografías las que reproducen los paisajes y que es el eco quien repite los sonidos, y no a la inversa. En las palabras están representados los datos necesarios para construir las ideas, para edificar la estructura semántica de las frases. Por un lado, su categoría léxica, el hecho de que sean sustantivos, artículos, verbos, etc., nos sirve para saber cómo unir sus significados entre sí; por el otro, sus significados nos permiten conectar con los esquemas cognoscitivos con que está organizada nuestra memoria acerca de la realidad. La dificultad estriba en que la estructura semántica no corresponde exactamente a la sintáctica; como ejemplo de ello, hemos visto que una misma estructura sintáctica, de sujeto, verbo y objeto, puede corresponder a dos estructuras semánticas, de agente, acción y paciente, y de experimentador, proceso y causa. La clave está en que el tipo de acción descrita por el verbo impone una interpretación u otra. En términos semánticos, el tipo de predicado establece qué tipo de argumentos interviene. Como en otras ocasiones, una información explícita (hay un primer argumento, representado por el sujeto, y un segundo argumento, representado por el objeto) se tiene que combinar con una información adicional, contextual (el tipo de predicado representado por el verbo) para obtener la información de que el primer argumento es agente o es experimentador, y que el segundo argumento es del tipo de paciente o del tipo de causa. Otra aparente falta de correspondencia entre estructura sintáctica y estructura semántica consiste en que la indicación de tiempo aparece en la terminación, en la flexión, del verbo. El tiempo (pasado, presente o futuro con respecto al momento en que se está hablando) aparece representado como parte de una palabra, y, sin embargo, atañe a todo el hecho descrito. Para explicar la cuestión, recordemos que en la lengua los hechos que son importantes para la sociedad que se comunica lingüísticamente suelen poderse decir en pocas palabras. Es más, suelen especializarse palabras para describirlos. Y las palabras más usadas suelen ser más breves que las menos usadas (se trata de la ley de Zipf): incluso se acortan ('televisión' en 'tele', 'Organización de las Naciones Unidas' en 'O.N.U'; cf. Lindsay y Norman 1972, cap.5). Luego no nos debe extrañar que se aumente el rendimiento expresando algo que casi siempre interesa decir, el tiempo, mediante no ya una breve palabra, sino simplemente un componente flexivo de la palabra que es el verbo. En conclusión, el carácter de instrumento comunicativo y de herramienta cognoscitiva modelan la estructura semántica de manera que sea representada económicamente mediante la estructura sintáctica. Aunque lo que tengamos delante es las palabras, construidas según una estructura sintáctica, en realidad esa estructura sintáctica tiene precisamente la finalidad de permitirnos construir y reconstruir la estructura de la información representada, es decir, la estructura semántica. En la lengua, la semántica conecta la información representada lingüísticamente con los conocimientos, sean datos o conceptos; al mismo tiempo, estructura la experiencia de manera que la representemos en un formato lingüístico, sea para transmitirla o para trabajarla, obteniendo nueva información al reorganizarla o conectarla con otras ideas. 1.4.4. Gestión del contexto: la gramática en funcionamiento Hemos repasado brevemente las piezas del motor de la lengua: la fonología, la sintaxis y la semántica. El funcionamiento de este motor es para algunos otra pieza más, o, por lo menos, requiere otra pieza. Hay quien defiende (por ejemplo, Leech 1983, cap.1) que es preciso distinguir la gramática, por una parte, del uso de la gramática, llamado pragmática, por la otra (recordemos la distinción entre competencia gramatical y competencia pragmática mencionada arriba, en 1.2.1). La gramática daría cuenta de la información explícita, y la pragmática de cómo se comunica algo más, que no se dice explícitamente. Se trata de la idea de Grice (1975) de que al hablar seguimos ciertos principios de cooperación, por ejemplo no ser prolijos, ir al grano; cuando no seguimos estas máximas, hay alguna razón para ello, de manera que el interlocutor la descubre, y se la hemos comunicado sin decírsela. Por ejemplo, una oración negativa parece transmitir la misma información que la afirmativa correspondiente: El presidente no piensa dimitir. El presidente piensa seguir. Leech (1983, 4.5.1) aplica el principio de cooperación de Grice a un ejemplo análogo en inglés, y explica que tiene que haber una razón para que no se sea breve, es decir, para usar la negativa que es más larga y más compleja de procesar que la afirmativa. La razón para no ser breve es que se está usando la oración negativa para rechazar la correspondiente oración afirmativa, en este caso 'El presidente piensa dimitir'. La conclusión es que, además de la gramática que permite construir la oración y entenderla, relacionándola con la información correspondiente, sería necesaria la pragmática, que explicaría el uso de las oraciones. Sin embargo, no hace falta tanto. Si partimos de la base de que en la comunicación lingüística siempre hay información disponible que sirve de contexto, basta tener en cuenta el hecho para entender la negación. La construcción negativa, como tal construcción, representa la información de rechazar una información. Muchas veces el hablante rechaza algo que el oyente no ha llegado a decir; en estos casos, el hablante cree que su interlocutor lo piensa, y le basta para rechazarlo. Es variable el grado en que el interlocutor está comprometido, siempre según el hablante, con tal información que se rechaza: el compromiso epistémico del oyente puede tratarse de una estimación general, que, por ser general, le adjudica el hablante al oyente. Por ejemplo, si decimos 'Hoy no va a llover', no es porque rechacemos una afirmación al respecto de nuestro interlocutor. Basta que creamos que se podría pensar, por ejemplo por la época del año que es, que va a llover hoy. Si queremos aumentar el grado de compromiso que le atribuimos al oyente, pronunciaremos la oración con entonación enfática, destacando el 'no', o el 'hoy'. Así pues, basta aceptar que la lengua se usa siempre en un contexto para ir explicando en qué medida contribuyen las construcciones sintácticas a la gestión de la información contextual. Según esta concepción, no representan la misma información dos oraciones como las citadas antes: El presidente no piensa dimitir. El presidente piensa seguir. De este modo, 'no dimitir de un cargo' no es sinónimo de 'seguir en un cargo'. Ambas oraciones tienen en común una parte importante de la información que representan, lo que podríamos decir que es una descripción de un hecho. Pero son distintas en la distribución de la información entre explícita y contextual: la afirmativa sirve para introducir la información o para rechazar la opuesta correspondiente; la negativa sirve para rechazar la afirmativa o, como hemos visto, una idea contraria que puede ser una débil suposición. Las cosas quedan claras si se tiene en cuenta que la lengua funciona en unidades que son los textos, no las oraciones. Entonces aparece más clara el contexto, la información necesaria para interpretar cada oración, como en el siguiente diálogo: A: Ante las malas previsiones de los sondeos, ¿qué va a hacer el presidente? B: El presidente piensa seguir. Si la respuesta fuera que no piensa dimitir, el hablante 'B' le estaría atribuyendo a su interlocutor la creencia de que iba a dimitir y estaría explicitando tal atribución mediante la negación. En otros términos, la negación expresa que hay alguna idea en el contexto que tiene que ser rechazada. La afirmativa se puede usar también, pero entonces no se explicita que haya tal suposición: no hay una marca lingüística que represente la existencia de la suposición. Veamos otro ejemplo de esta idea de que, además de la gramática, hay otra cosa en la lengua, o quizás fuera de ella. El lingüista Oswald Ducrot (1972, cap.4) defiende que, además de la semántica, que proporciona el significado de las expresiones, hay otro componente, retórico, que a partir del significado proporciona un sentido en el contexto de uso. El ejemplo es ahora un cartel colocado en la puerta de una tienda: Abierto los martes. Ducrot propone dos principios, uno de informatividad y otro de exhaustividad, que recuerdan a las máximas de relevancia y cantidad de Grice; aplicando estos principios, se explica la interpretación que recibe el cartel. En una sociedad en que las tiendas normalmente están abiertas los martes, el cartel no sería informativo si se quedara en transmitir el hecho de que los martes está abierto el establecimiento; y según el principio de exhaustividad, el cartel dice lo máximo posible acerca de los días de apertura de la tienda. Conclusión, según Ducrot: el cartel se entendería como que la tienda está abierta solo los martes. Otra posibilidad es que el martes fuera día habitual de cierre; entonces, según Ducrot, el principio de informatividad no actuaría como antes, y el cartel se entendería como que el establecimiento está abierto incluso los martes. Además de la gramática, el componente lingüístico, es necesario según Ducrot un componente retórico, que mediante estos principios da lugar a las interpretaciones. De nuevo nos basta con tener en cuenta que las oraciones se construyen distribuyendo la información en explícita e implícita, contando con la información de que se dispone al respecto, es decir, con el contexto. Si el hablante considera que el oyente, en este caso el lector del cartel, no sabe nada acerca de los otros días de la semana, le explicita la cuestión mediante 'solo' o 'también': Abierto solo los martes. Abierto también los martes. Diría 'incluso' si creyera que hay datos en el contexto que harían pensar lo contrario, como en este anuncio publicitario: Abrimos incluso sábados tarde y festivos. Con el texto escueto, se da por sentado que hay información acerca de los otros días de la semana. Pero esta información no es necesaria para entender el cartel; otra cosa es que, como el lector dispone de ella, el total de información es el mismo que si toda estuviera explícita: Abierto los martes. [Información disponible: Los otros días está cerrado.] [Total de información: Abierto solo los martes.] Abierto los martes. [Información disponible: Los otros días está abierto.] [Total de información: Abierto también los martes.] Así pues, en este caso no hace falta suponer que hay algo más que la gramática en funcionamiento: la otra información simplemente se añade a la que está representada mediante palabras. Ocurre lo que siempre se da al usar las palabras: partimos de la base de que el interlocutor o el lector tiene cierta información. En los casos en que consideramos que no la tiene, la decimos explícitamente, como en el ejemplo con 'solo' o 'también'. En conclusión, la lengua sirve también para tratar la información contextual: no solo representa la información sino que también indica con qué otra información está relacionada, qué otra información le sirve de contexto en la interpretación de las palabras. La lengua en funcionamiento no requiere de más elementos que los que la propia gramática provee, si es que entendemos la gramática de una manera integral que permita comprender la comunicación lingüística, el uso de la lengua.