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Año de la Misericordia
Retiro/Convivencia
Sta. Mª de la Paz
Noviembre’15
El acto supremo de amor es la misericordia. Solo los que aman son
capaces de cargar en su corazón -sin resentimiento alguno- con las miserias
de las personas amadas.
Dijimos que para ser misericordiosos había que ser limpios de
corazón, sí; pero lo que más y mejor limpia el corazón son las obras del
amor, lo que hacemos por los otros. Misericordia -que son las obras del
amor- y limpieza de corazón se retroalimentan; sin limpieza de corazón no
hay misericordia y sin misericordia no hay limpieza de corazón.
No conviene perder nunca de vista que en el cristianismo lo que tiene
la última prioridad es el amor con sus obras, o sea, la misericordia.
“Los misericordiosos alcanzan misericordia”
Lo que nos purifica el corazón es la misericordia y Mt 5,7, dice:
“Los misericordiosos encontrarán misericordia”. Los que viven el amor
realizando sus obras alcanzarán amor.
Los que vivan con un corazón limpio y puro y que en él acojan a
otras personas con todas sus miserias tendrán felicidad y plenitud personal.
Los que tengan un corazón capaz de recibir las miserias de los demás, bien
sean prójimos, cercanos o lejanos esos tendrán una vida cumplida.
Conviene recordar que “prójimo” no es el que sufre, el que padece
sino el que se apiada, el que se “con-padece y con-duele, el que se acerca”.
Esta bienaventuranza, esta promesa de felicidad acarrea una
esperanza escatológica. Alcanzaremos misericordia de Dios porque
vivimos misericordia con los necesitados.
Realmente, lo que ocurre es que la misericordia, el cargar en tu
corazón con las miserias de los demás, te hace transparente y capaz de ver a
Dios, tal como afirma el capitulo entero de Mt 25: “(…)porque tuve
hambre y me diste de comer, porque tuve sed y me diste de beber (…)”
La misericordia obra milagros en quien la vive: frente a la injusticia,
te hace justo y frente al desamor, te hace amante.
Un corazón sensible ante las miserias de los demás libera al que lo
posee, ayuda a relativizar lo malo o desagradable que pueda ver en los
otros y por eso acarrea siempre amor, aceptación y compasión. Los
corazones misericordiosos hacen de los que los poseen personas
comprensivas e incluso enamoradizas.
Los corazones misericordiosos se asemejan al corazón de Dios, tal
como lo describe y define Ex34,6-7: “Dios compasivo y clemente,
paciente, misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la
milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no
deja impune y castiga la culpa”. (En España, hasta la primera parte del siglo pasado, el
Ministerio de Justicia, se llamaba Ministerio de Gracia y Justicia, ¿será por esto?)
En toda la Sagrada Escritura -Antiguo y Nuevo Testamento- la
misericordia de Dios supera y se impone a su justicia. Is49,15, dice:
“¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus
entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”. Dios jamás se
olvidará de sus criaturas.
Los Evangelios, hablando de Jesús -Dios hecho hombre- en repetidas
ocasiones dicen que “se le conmovieron las entrañas” para expresar que
se enternecía, que sentía que sus entrañas anhelaban vivamente. Desde lo
más hondo de su ser persona sentía un radical deseo de ayudar a aquellas
gentes, tanto como una madre siente ternura y se le conmueven las entrañas
al ir a dar de mamar a su hijo cuando lo ve hambriento. También Lc15,1132, en la parábola del hijo pródigo, dice que el padre al ver a su hijo “se le
conmovieron las entrañas”. Conmoverse las entrañas es el aspecto más
maternal y paternal del amor y la ternura.
Esta expresión se utiliza también en la parábola del buen samaritano,
y hay que recordar que frente a Dios, todos nosotros somos caídos en
manos de bandidos y ladrones, todos somos victimas.
La misericordia es una de las características de nuestro Dios, una de
las más propias.
Os 6,6, dice: “misericordia quiero y no sacrificios”, Jesús, sin citar
a Oseas, lo recoge haciéndolo suyo y nos lo dice en repetidas ocasiones.
Para Jesús, no nos justifican ni nos purifican los sacrificios y holocaustos
rituales, el matar animales y derramar su sangre ofreciéndosela a Dios no
nos hace buenos; lo que nos justifica, purifica y hace buenos es la
misericordia con los demás.
Para el mundo hebreo, uno que es malo va y compra un cordero o un
ternero -depende de sus posibilidades- lo matan, derraman su sangre y el
que era y es malo sale puro y justificado ante Dios. De esto no se trata.
La carta a los Hebreos nos dice que es Cristo quien se entrega por
nosotros para purificarnos, santificarnos, consagrarnos…, y Él es nuestro
“camino, verdad y vida”, el espejo en quien nos miramos, nuestro referente
en el caminar diario.
Cristo nos invita y enseña a vivir entregándonos a los demás, dando
nuestra vida por los ellos.
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Para Jesús lo primero es la experiencia, la vivencia, la vida y después
la expresión de lo vivido y sentido, por eso primero es la fe y después su
expresión o celebración.
Vamos a Misa para compartir en ágape la misericordia previamente
vivida, también solemos ir para encontrar motivos para vivir el mañana en
clima de amor y servicio. Sea como sea, si no tenemos misericordia que
celebrar, por no haberla vivido, ni misericordia que desear para vivirla en el
futuro, aquello se reduce a un ritual que aburre hasta las piedras, una
ceremonia vacía y sin sentido. Que nadie se escandalice, recordemos lo que
nos enseñaron en el Catecismo de primera comunión: un sacramento sin fe,
y sin el compromiso de vivir las consecuencias de la fe, es un sacrilegio.
Los cristianos nos purificamos, justificamos, santificamos y
consagramos en y por la eucaristía, puesto que por nosotros mismos no
podemos hacernos sagrados; es Dios quien entregándose a nosotros nos
consagra y al comulgar con Él y en Él nos santifica. Por eso lo importante
es la misericordia vivida y la que nos queda por vivir. Vamos a Misa no por
el precepto ni por quedar bien con el Señor, vamos por gozar de su
misericordia.
Tony de Mello, tenía tanta confianza en la misericordia divina que
decía que no quería confesarse antes de morir, que no quería ir al cielo y
presentarse ante Dios con un certificado de buena conducta firmado por un
cura.
Nada hay profano para el creyente, para el que sabe ver. Hay que
saber ver en todas las cosas y casos al Señor. Para nosotros todo es sagrado,
todo nos habla de Dios.
YHWH, Señor, Él es el misericordioso y compasivo de Ex34,6:
“Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel”, que regala
su bondad gratuitamente.
Juan XXIII llamaba profetas de desventuras a los que olvidando lo
anterior se molestan por la misericordia de Dios, los nuevos “Jonás”
enfadados por la bondad que enternece al mismo Dios. Ante los profetas de
desventuras, Jesús, dijo: “Aprended qué significa misericordia quiero y no
sacrificios, que no he venido a juzgar, sino a salvar…”.
Las tres parábolas de la misericordia divina -sobre las que
volveremos mucho este curso- son: “La oveja perdida”, “El hijo pródigo”
y “La moneda extraviada”. Tres joyas del evangelio en las que Dios
aparece anhelando, deseando encontrar y recuperar lo perdido.
Ef 5,1, dice: “como hijos queridos de Dios, procurad pareceros a Él
y vivid en un mutuo amor, igual que el Mesías os amó y se entregó por
vosotros, ofreciéndose a Dios como sacrificio fragante”. Por tanto, los que
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quieran asemejarse a Dios han de llevar un estilo de vida en la
misericordia.
En el Padrenuestro, la petición de misericordia es la única que se
explica: “perdónanos como perdonamos”. Parece decir: “si no perdonáis a
los que os deben algo, tampoco se os perdonará”, no pasa de ser una forma
de asustar muy pedagógica. O como decía San Ignacio de Loyola, que era
buen jesuita: “Si no lo hago por amor, al menos que lo haga por temor”.
La misericordia de Dios se hace historia en Jesús, el cual enseña:
“Sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo” (Mt 5, 48)
El Sal 50 es un canto a la misericordia de Dios, que es capaz de crear
en ti un corazón puro: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu
inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi
pecado…///Mira, en culpa nací, pecador me concibió mi madre…///Oh
Dios, crea en mi un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu
firme…”
Este Salmo es una preciosa oración dirigida a Dios al que pedimos
perdón y reconciliación, a la vez que le imploramos que abra sus entrañas
para que nos recree, nos haga nuevos y de corazón puro.
Jesús se vivió a sí mismo como un don de sí mismo para los que lo
crucificaban. Ruega a Dios diciéndole: “Padre perdónales porque no
saben lo que se hacen”. Se vive a sí mismo como donación de sí, pone de
manifiesto que el amor es siempre superior al odio.
El cristianismo nos enseña que al mal no se le vence con el mal, sólo
se le vence con el amor, así lo afirma Rm12,20-21: “Si tu enemigo tiene
hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber: así le sacarás los
colores a la cara. No te dejes vencer por el mal, vence al mal a fuerza de
bien”.
La misericordia conduce a sentir con el otro, a con-dolernos y conpadecernos. Creemos y confesamos un Dios que es Emmanuel, que es
Dios-con-nosotros, que sufre, se con-padece y con-parte con todas sus
criaturas.
Y Hb 4,15, dice: “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de
compadecerse de nuestras debilidades, sino uno probado en todo igual que
nosotros, excluido el pecado”. Dios se hizo hombre en Jesús y en Jesús nos
hacemos humanos al compartir sus entrañas de misericordia.
El barro humano siempre es el mismo, pero el corazón es nuevo.
Ezequiel, decía: “Os purificaré el corazón, derramaré agua pura que os
purificará…”
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Todos estamos hechos del mismo barro; pero somos cocidos en
distintos hornos, somos naturaleza e historia. Pero Dios se con-duele, se
con-padece y apiada de todos.
Vamos a Orar.1º Rato de oración
Atiende a tu postura corporal. Observa tu respiración. Busca la
quietud, procura el silencio interior. Cálmate. Respira profunda y
rítmicamente. Atiende a tu respiración. Préstale toda tu atención.
Mantén viva tu conciencia creyente: “Aún no ha llegado, Señor, la
palabra a mi boca y Tú te la sabes toda”
Visualiza al “padre del hijo pródigo”.
Tú eres ese “padre” que narra Jesús,
estás llamado a ser un padre de misericordia.
Imagina que te hacen un Tac o Radiografía de corazón
donde aparecen todos tus sentimientos, emociones, afectos y actitudes.
Observa qué huellas hay de Dios en tus latidos-impulsos del corazón,
qué miedos, qué pureza de recta intención, qué valentía, qué misericordia…
Observa con paz las huellas de misericordia que vives con los demás,
las huellas de humildad con el Señor, las huellas en tu corazón creyente.
Recuerda experiencias, relaciones, frecuencias de encuentro con el Señor,
sacramentos de encuentro con los pobres, solitarios y abandonados.
Y mira si tu corazón también te ama y acoge como hijo de Dios
No te pierdas en abstracciones,
deja que vengan a tu memoria limosnas,
tiempos dedicados a los demás, ayunos para acoger al otro.
La Historia de Salvación pasa por tu corazón.
Corazón amado y liberado para salvar, acompañar y ayudar…
Contemplando tu corazón, mira si puedes exclamar:
“Su corazón ha tocado con misericordia mi corazón”
“He sido tocado por la misericordia de Dios”.
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2º rato de oración
Ahora, como hizo María
observa tu vida con gratitud y paz y proclama el Magnificat:
“Proclama mi corazón las grandezas del Señor, se alegra mi espíritu…”
Respira hondo y despacio…
Sitúate en lo que significa para ti la eucaristía.
Qué significa y supone para ti el paso por la muerte
de un Dios que te da su vida hasta el fin, hasta la resurrección.
Cuándo vamos a Misa,
¿vamos con todo nuestro corazón?,
¿de allí sale nuestro corazón más misericordioso,
agradecido y comprometido con las miserias de los demás?
Mira si en Misa recibes bienaventuranza-misericordia
y si sales más bienaventurado y misericordioso.
Cuando voy a Misa, ¿qué voy a celebrar?
Asistimos a Misa con fe en un acto de amor misericordioso que nos toca,
nos llama y nos envía, nos invita a compartir con agradecimiento
el sacrificio de Cristo por y para mi, por y para toda la humanidad.
Vamos Misa,
Vamos a respirar el sacrificio de la Misa,
el sacrificio de Cristo por y para ti, y por y para el mundo entero.
Vamos a Misa y al salir es como si después de
haber entrado en contacto con un misterio de misericordia
el Señor nos dijera: “Vete en paz y haz lo mismo, sé misericordioso”.
¡Que al ir a Misa, el Señor nos pille inspirados!
Respira hondo con actitud receptiva y prolongada,
pide que la presencia de Dios en ti te mueva hacia al prójimo.
Medita respirando y rezando mantra:
“Dame, Señor, un corazón puro”, (al inspirar)
“Dame un corazón misericordioso” (al exhalar).
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